Foto: Alheazer
Todavía no estaba recuperado del esfuerzo que había hecho en la carrera de 1500 metros, cuando se me acercó
Juan García Vicente para preguntarme que tal estaba, como me sentía después de aquella zurra que me había dado en las cinco vueltas. La cuerda de la pista del SEU era de 300 metros.
Le dije que no estaba demasiado mal, que ya iba conociendo, pero que la carrera se me había hecho eterna.
Me comentó que, según me había visto, creía que yo debería correr distancias más cortas, que quizás el 800 se me diese mejor.
A Juan le conocí el primer día que entrené en aquellas mismas instalaciones, y habíamos seguido viéndonos los días que yo bajaba a la Ciudad Universitaria.
Tomé nota de la recomendación que me hacía y le aseguré que intentaría hacerme un 800 en cuanto lo programaran.
Por aquellos años, los atletas teníamos muchas oportunidades de competir, se programaban muchos controles FAM, que así eran como los llamaban. Esto era posible porque los jueces no cobraban, o cobraban muy poco, por dedicar su tiempo a controlarnos, ya que se divertían tanto como nosotros, se alegraban de nuestra superación, eran nuestros amigos.
Juan me propuso que para la temporada siguiente fichara por el Club Perelada, ya que aquel año de 1966 tendría que seguir como independiente hasta el 31 de octubre.
Le conté que me lo tendría que pensar, pero que creía que no iba a ser posible, ya que en mi empresa, querían que hiciéramos equipo y que nos federáramos.
Esto era lo que me había prometido Mingo, el responsable de deportes de CASA.
Me presentó a Ángel Santana, que me invitó a venir algún día a entrenar con ellos a Madrid.
Le manifesté que sí me gustaría, pero que salía de trabajar muy tarde, a las 17,36, y que ya no era hora de coger la camioneta.
Que en cuanto tuviera la jornada intensiva, cuando solamente trabajara por las mañanas, es posible que fuera algún día. Más adelante compartí con ellos muy buenos entrenamientos.
Así fue como empecé a hacer amistad con un grupo de jóvenes, la mayoría estudiantes universitarios, que entrenaban en el SEU con
Jesús Arlanzón Revilla, que además también era atleta.
En la
“cuadra del boina” estaban Pedro Molero, Adolfo Gutiérrez, Arturo Santurde, Ángel Santana,
Pepe Verón (el Maño), José Luis García… y otros que, aunque recuerdo sus caras, no soy capaz de acordarme de sus nombres. Unos estaban en el Club Marathón y otros en Perelada.
A Arlanzón le apodaban “el boina” porque cuando iba vestido de calle siempre llevaba puesta una chapela. Esta prenda, que yo también utilicé, era bastante transgresora en los años sesenta y con su uso queríamos exteriorizar nuestro descontento.
El pasado viernes asistí, en el Rectorado de la Universidad de Alcalá de Henares, a la Graduación, en Ciencias Ambientales, de mi hija Nieves.
Al recorrer con mí mirada las caras de los 55 jóvenes que esperaban concentrados y nerviosos a que sus nombres fueran pronunciados, no pude evitar un estremecimiento de emoción, que me trasladó a otra época ya muy lejana para mí en la ciudad donde nació Cervantes.
Hace ya bastante tiempo que aprendí a relativizar las cosas, mis recuerdos forman parte de la historia de mi vida, pero en estos momentos cruciales de mi existencia hay ciertos proyectos que me resultan muy seductores.