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“Si Rimbaud sabía que “je est un autre”, ¿hasta qué punto no quiso abandonar su yo de la adolescencia (moi), para buscar en África su otro yo (je), en un intento de experimentar sin el velo de la escritura la esencia de la vida? Al fin y al cabo, si Sade, mediante la escritura, quiso hacer realidad lo que la vida le impedía, ¿hasta qué punto Rimbaud, con su abandono de la poesía y sus ansias de libertad, no quiso sino vivir la vida en su pura esencia sin ese velo voyeurístico que supone la escritura? Vivir o escribir: he ahí el dilema en el que ciertamente se debate Rimbaud y también quizá todo poeta de la vida”.
Estas palabras fueron escritas en el texto La cara oculta de Salvador Dalí. Hoy quiero indagar a partir de este punto de abandono de la escritura de Rimbaud, el trabajo del poeta y su silencio. Como se puede apreciar, uno siempre retorna nuevamente a sus interrogantes iniciales.
Sabemos que Rimbaud se curó de la ilusión poética de la palabra, pero no de la escritura. Es un hecho. Rimbaud abandona la poesía, pero no la escritura como tal. Las investigaciones geográficas y las cartas comerciales y familiares siguieron ejerciendo una misión secreta en su vida.
Me interesa interrogar al hilo de esta vida tan convulsa, que no voy a analizar propiamente, la función del trabajo del poeta –y Rimbaud lo era—, así como también el modo en que el poeta puede llegar al silencio poético. Recordemos que el poeta Rimbaud, a diferencia de Marx, es mucho más radical en su aventura particular de transformar propiamente la vida y no la sociedad. De ahí que podamos tomar su empresa como más particular e íntima.
de atemperar el malestar. En este punto, el sujeto en la experiencia analítica, puede ser entendido igualmente como un sujeto poeta, o como aludo en mi reciente libro Mito y Poesía en el Psicoanálisis, un sujeto supuesto poeta.
Evidentemente, preguntarse por la vida o por la existencia es ya un modo de mostrar el parasitismo del lenguaje y su efecto de malestar en el sujeto efecto de ese lenguaje. Podríamos incluso plantear la neurosis como una “enfermedad” sostenida por el propio lenguaje y su incompletud, para otorgar una respuesta, plena de sentido, al enigma de la vida. Porque si bien el ser parlante no puede vivir sin una pregunta por la vida –es una condición del atrapamiento del ser por el lenguaje— tampoco lo puede hacer sin la creencia en una supuesta respuesta que el propio lenguaje le impone como alteridad. Y, en esa encrucijada –ser vivo y lenguaje—, cada uno va labrando su destino.
Rimbaud indaga inicialmente esta interrogación acerca de la vida y su respuesta, en el seno de la aventura poética, siendo consciente que para poder escapar del hechizo y de la magia que las palabras transportan, es preciso recorrer el camino poético hasta sus últimas consecuencias. Es decir, hay que atravesar esa senda de sentido que imponen las palabras, y que también anhela la conciencia, para alcanzar supuestamente una respuesta acerca de la vida. Todos nosotros conocemos la atracción que ejerce el sentido en la conciencia en cuanto pacifica temporalmente esa angustia que se evidencia ante la incompletud o la falta de saber. Pero, en su recorrido particular, Rimbaud intuye que hay que descender al infierno, diríamos al sinsentido, para poder encontrar el misterio de la vida o el azote del lenguaje. Sus palabras nos lo anuncian tempranamente: “Ahora me encanallo cuanto puedo. ¿Por qué? Quiero ser poeta y trabajo para convertirme en vidente. Usted no comprenderá nada –le dice a su profesor en la carta—, y yo no sabría casi explicárselo. Se trata de llegar a lo desconocido mediante el desorden de todos los sentidos. Los sufrimientos son enormes, pero hay que ser fuerte, haber nacido poeta, y yo me he reconocido como poeta. No tengo culpa alguna. Es falso decir: Yo pienso; se debería decir me piensan. Perdón por el juego de palabras.
¡Yo es otro!”
Es una época en la que Rimbaud se muestra seducido por la investigación poética a través del juego de las palabras. Y es que el placer de narrar y el goce de la palabra en el sujeto, son un hecho consustancial en el ser parlante, en tanto éste está atravesado por el Lenguaje. De ahí que Rimbaud se sienta hechizado, en la espera de lo incierto de la vida, por un tipo de satisfacción que brota en el propio acto de hablar y que revela un sinsentido que subyace, en ese sentido que introduce el propio juego de las palabras. Satisfacción así –podríamos pensar en el yo— por el sentido alcanzado, en tanto que éste se hace eco de la instrumentalización de la palabra en la búsqueda de la verdad, pero también goce en el sujeto del inconsciente, como marca de ese Lenguaje que le parasita su existencia desde el origen. Lo interesante es que el placer por el sentido que se extrae del juego de las palabras nunca se colma definitivamente, jamás se agota en sí mismo. Además, el juego de las palabras que se desliza, tampoco puede alcanzar a decir una verdad plena, en tanto que ésta siempre se muestra resistente al propio encadenamiento de las palabras. De de ahí la insistencia perpetua de un eco de sinsentido que arrastran las propias palabras y que constituye el goce de la narración, pero también el motor de una búsqueda que se torna como imposible.
Ahora bien: en este contexto, Rimbaud intenta todo un trabajo de la palabra –aunque con la palabra y sus equívocos—, para alcanzar algo más que un saber. Pero, ¿no es esto mismo lo que acontece en la experiencia analítica?
Lo interesante es que ese sentido que brota entre las palabras en el juego poético, reabre incesantemente ese sinsentido inicial y originario que lo ha constituido. En este punto, en la experiencia poética –y también en la experiencia analítica—, el sujeto no sólo se va a confrontar con el saber del lenguaje, sino también con la letra –el sinsentido de lalengua— y ese goce mudo que habita en él y que es causa de su sufrimiento. De ahí que el saber en la experiencia, tanto poética como analítica, siempre se confronta con un límite: es el límite del saber frente al sufrimiento, o dicho en términos lacanianos, el límite del saber frente al goce. Pero, ¿qué goce? Justamente ese agujero de goce de la vida labrado en el cuerpo que vehiculizado en las palabras nos hace sufrir. Luego no olvidemos que el saber frente al sufrimiento y al goce siempre deja un resto.
De ahí que el intento poético de erradicar el agujero de la vida a partir de las palabras, sea siempre vano. Porque el deslizamiento de las palabras introduce entre sus dichos y su sentido, siempre fugaz, un nuevo vacío que sincroniza nuevamente con el agujero inicial, motor del proceso. Es decir, las palabras no cierran el proceso –aunque a veces lo aparenten y, desde luego, siempre lo intenten—, sino que abren nuevamente un vacío de sinsentido que relanza sistemáticamente a las palabras en búsqueda interminable que encadena todo este movimiento significante. Lo importante es que todo este proceso de deslizamiento significante que el sujeto precipita en la búsqueda de la verdad, introduce también un goce o sufrimiento. Goce que fija igualmente en este ser parlante, preso por la palabra y el sentido, esta insistencia por hablar y escribir, indefinidamente, en un intento de cernir lo imposible.
Precisamente, la poesía y el encantamiento de sus palabras se nutren de toda esta cuestión. En su eco metafórico y equívoco, en su espacio de ficción, la palabra puede contornear la verdad, introducir un saber, incluso bordear lo imposible, pero no puede decir ni cernir completamente todo aquello que, en definitiva, la impulsa, porque es un agujero. La falta de goce y la pérdida inicialmente acaecida en la captura del ser vivo por el lenguaje se lo impiden definitivamente. De este modo, en el ser parlante –en cualquiera de nosotros—, la falta de goce y la sed de gozar van de la mano, palpitando entre ellas una hendidura imposible de suturar que, sin embargo, insiste e insiste, convirtiéndose así en el motor de la experiencia analítica y también, propiamente, de la experiencia poética.
De ahí esa ilusión que se cierne sobre el sujeto en la experiencia, por tratar de cerrar o de agotar todas las preguntas que inauguran esa búsqueda de saber. Una búsqueda que, además, interroga todo ese malestar que está aguijoneado por el anhelo de ser. En este sentido, el logro de la sabiduría en la experiencia, es el efecto y la ilusión más inmediata que ejerce la intrusión del lenguaje sobre el sujeto. Habría así, desde el lado de la sabiduría y su logro esperanzador, una fina voz que enturbia decididamente el pensamiento y encandila nuestra mente: ¡Alcanzar la paz del espíritu!
Sin embargo, en ese supuesto horizonte de paz, la sabiduría y su anhelo de tranquilidad bordean un límite en el que podemos intuir y cernir ahora, toda esa ansia que golpea la interrogación del analizante, la mirada del artista, también la voz del poeta o la mano del escultor en su investigación particular. Es decir, poder alcanzar una invención que permita dejar de formularse preguntas para verdaderamente vivir y, en consecuencia, ser.
Vivir sin preguntas sería algo así como vivir sin ese lenguaje que nos parasita y nos atormenta desde el principio. Sin embargo, el goce por la palabra y su insistencia, nos muestran, justamente, la otra cara del asunto, es decir, que lo que verdaderamente constituye la pregunta esencial por la vida es siempre un agujero enigmático que nos obliga, incesantemente, a seguir hablando y escribiendo. Un agujero que es consustancial con la vida y que, aún cuando no puede ser respondido más que de forma parcial, sin embargo, no deja de seguir interrogándonos. De ahí la insistencia por las preguntas y por las respuestas, siempre insatisfactorias, que crean nuevos interrogantes.
De este modo, si bien el lenguaje agujerea al ser vivo para introducirle finamente el veneno por la pregunta, también le introduce el anhelo por una respuesta que se tornará imposible. El lenguaje genera así, un ansia por una respuesta que dé sentido al ser perdido y parasitado por el Otro del lenguaje. En este contexto, la palabra, como instrumento del lenguaje que posee y parasita al sujeto, crea una ilusión por la respuesta total allí donde sólo caben las interpretaciones o las elucubraciones que configuran siempre un conocimiento parcial. Por eso, la respuesta nunca cierra definitivamente la pregunta acerca del ser, su sentido o finalidad. Siempre resta un nuevo espacio que invita a seguir hablando, escribiendo, gozando. Y es, precisamente, a partir de ese agujero que determina ese malestar –que es consustancial con la hendidura creada por el mismo lenguaje en el ser parlante— como el saber precipita un tipo de conocimiento que no impide que la palabra no cese de insistir, en ese intento por alcanzar eso que se torna definitivamente como imposible.
¿Es el mismo fracaso de la palabra y de la poesía lo que irrumpe ahora en el escenario, en todo este anhelo por alcanzar la verdad?
Los poetas que han llevado la palabra hacia el límite de su investigación lo saben. Trabajan y trabajan en su anhelo de alcanzar la verdad, jugando y jugando con sus ecos y equívocos, hasta que finalmente algunos cesan de escribir. Unos porque sienten que ya han dicho lo que tenían que decir; otros porque se topan definitivamente con el silencio que la palabra condensa y encierra. Pero hay otros que, peleándose con las palabras, se resisten a abandonar esa ilusión de paraíso que las palabras configuraban en su articulación. Y, en su anhelo pertinaz, se lanzan ahora de manera dramática a la captura de nuevos mundos u objetos, en un intento de encontrar esa satisfacción que la palabra no concedía. Nuevamente estoy pensando en Rimbaud.
De este modo, si la palabra tiene impedido el acceso a la verdad absoluta, ¿no puede ser entendido el silencio de algunos poetas como un modo de encuentro fructífero con lo imposible, como una renuncia o un fracaso exitoso de la palabra ante su musa, la verdad?
Luis-Salvador López Herrero
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