Buenas tardes: primeramente quiero daros la bienvenida a todos, los que nos acompañáis habitualmente, y a las caras nuevas, que os habéis animado a compartir esta aventura incesante que la literatura nos brinda, y que con la reunión de hoy, da comienzo al nuevo curso, el 2º año de Liter-a-tulia, que deja atrás un primer curso prometedor; se trata pues ahora de confirmar que los buenos inicios tienen una continuidad.
Es la 10ª ocasión en la que nos reunimos y para ello se ha dado la casualidad (no es esta la única casualidad que he constatado, pero eso lo contaré luego), la casualidad decía, de que en la entrega del nobel de literatura que se efectuó tan sólo 7 días antes, nuestro autor elegido para hoy, Philip Roth, figuraba como una de las apuestas. Como todos sabéis, finalmente no fue así, este recayó en la autora alemana Herta Müller, rompiendo las quinielas de muchos expertos.
Muchas veces nos preguntáis cuál es el criterio para elegir una obra para la tertulia. Bueno, primero que nos guste, aunque nunca pueda ser en la misma medida. Y no exagero si afirmo que en segundo lugar, valoramos que el libro se consiga sin dificultad, que pueda encontrarse casi en cualquier sitio, conscientes de que apartamos o posponemos algunas obras con lo que ello conlleva de pérdida para este espacio, pero es que su formato, la reunión mensual, nos obliga, introduce cierta premura, hay que tener un ojo en la calidad de la novela y la cantidad de páginas, y otro en el número de semanas entre una cita y otra, puentes, festivos,…
Philip Roth es un autor de sobra reconocido, gustará más o menos, pero su calidad es indiscutible incluso para sus mayores críticos. La elección de su obra, Indignación, cumple el segundo criterio que antes citaba, es su última novela y será fácil, siendo Roth, encontrarla en cualquier librería, pero hay que ver cómo ha superado el primero de los criterios, el del gusto.
Marcus, nuestro protagonista, judío, hijo de un carnicero Kosher, quiere proseguir sus estudios en la universidad, se dispone a iniciar la carrera de abogado, y su matriculación coincide con la aparición de una idea que aterroriza a su padre: la posibilidad de que su hijo muera.
Esto es lo que nos dan para iniciar este camino. Un protagonista abriéndose paso en la vida, un padre obsesionado con su hijo, y una relación entre ambos que se resiente de la tensión que introducen las ideas funestas del padre. Su hijo, al que ha visto crecer en la carnicería, que no ha dado motivos de preocupación jamás, por el contrario, ha encarnado al hijo ejemplar, recién graduado del instituto ha llegado a prestar su ayuda en la tienda hasta 60 horas semanales, pues bien, este hijo se ha convertido en un desconocido.
No debe asombrarnos este hecho, es más habitual de lo que en un principio pudiera pensarse; los chiquillos crecen, como jóvenes adultos empiezan a gozar de ciertas prerrogativas, y aparece el desasosiego en sus progenitores, que en muchas ocasiones se acompaña del intento más o menos patente de retenerlos. Todos los que somos padres, en mayor o menor medida podemos dar testimonio de esto. La particularidad de este caso reside en el grado que este argumento llega a asumir en la novela: tanta preocupación, ¿por qué tanta preocupación?
Enseguida enumeramos las consecuencias que se derivan de esta tensión que afecta a la relación padre – hijo. Están magistralmente balanceadas en el relato, incluso algunas de ellas se hacen esperar hasta casi el desenlace, no así otras, de las que disponemos prácticamente desde la presentación: en primer lugar, los desencuentros casi constantes de Marcus con su padre, la obsesión de este que alcanza un punto culminante cuando decide cerrar con llave la puerta aunque su hijo no haya regresado al domicilio, la subsiguiente matriculación de Marcus en una universidad tan alejada de la casa paterna, y también, el regreso de la madre a la carnicería para ayudar a su marido. La marcha de Marcus deja a los padres solos. El intento por retener ha provocado el efecto contrario.
Para entender este cambio en la dinámica familiar, en lo que respecta a la soledad que a partir de ahora ha de enfrentar el matrimonio, debemos preguntarnos qué lugar ocupa Marcus en dicha dinámica. La retención de la que es objeto pareciera prevenir un posible desequilibrio, como si la ausencia de Marcus pudiera causar una desestabilización, tres patas de un taburete que pasan a ser dos, y la pareja amenaza con no sostenerse.
Ahora bien, si el foco lo retiramos de la pareja parental y lo dirigimos a la persona de Marcus, ¿qué nos encontramos? Las cosas no marchan para él, tampoco en su caso existe estabilidad, y el autor abrocha las cuestiones en juego para que no nos perdamos, y nos dice: cuando un niño se tuerce, lo primero que hay que hacer es fijarse en la familia. Una familia que ha creado un chico ejemplar, que no da problemas, que cuenta sus calificaciones por sobresalientes, que ayuda a su padre, que como el indeseable compañero de cuarto, Flusser, le larga: es Marcus el aseado y pulcramente vestido, el que hace lo correcto tal y como mamá le enseñó, el irreprochable, el que lo hace todo bien.
Debemos obligarnos a declinar este “el que lo hace todo bien” más allá de los significantes que utillice Flusser, declinarlo en los propios significantes de Marcus, esos significantes que a todos nos arrastran no importa el precio, disponiendo nuestra realidad a su arbitrio, o más bien, gobernando nuestra ficción. La frase “El que lo hace todo bien” se origina en otra frase mucho más potente, y esta potencia radica en la calidad de sentencia que esta otra frase atesora y marca en él: “haces lo que tienes que hacer” Una sentencia que sella puertas, aquellas que Marcus no se permitirá atravesar y lo arrojan por otro camino, en el que el margen se estrecha cada vez más, hasta ponernos frente por frente con la revelación de que ese camino tiene la forma de un destino.
Podríamos objetar a esto: ¿alguien que “hace lo que tiene que hacer” se marcha de casa de los padres a sabiendas de la revolución que este acto va a generar? La clave nos la ofrece el acto en sí mismo, que cuenta con un motor íntimo y genuino: el deseo, un deseo que no puede soportar más ser aplastado por la demanda paterna, “alzaos, los que os negáis a ser esclavos…”, y que explota y se concreta en su marcha a Winesburg, experimentando la necesidad de alejarse poniendo tierra de por medio. Este acto, su marcha, el propio protagonista nos lo desmenuza detallándonos cómo surge en él, no sé si recordáis: se trata del impulso que provoca la visión de la imagen de un chico y una chica por el campus de Winesburg, y las prendas, que le aportarán una nueva vida, harán de él un hombre nuevo ya que pondrán fin a su condición de hijo del carnicero. Pero el impulso y el deseo no consiguen acuerdo en Marcus, y el Ideal no cesa de mirarlo y exigirle que esté a la altura, que dé la talla. Alienado pues al deseo del Otro, en este caso el de sus padres, los signos de su propio deseo lo sumen en la perplejidad y la confusión, introducen la dimensión de lo novedoso, “nunca recibí una carta como aquella”, “nunca experimenté sexualmente como entonces”, lo novedoso que también afecta a la elección de objeto amoroso, porque Olivia representa el prototipo de lo inadecuado para él, para la educación que ha recibido, y su Ideal, imperturbable, con sus juicios incordiantes, no tardará nada en hacerle pensar que la felación se ha producido porque algo anda mal en ella, seguramente sea que sus padres están divorciados, y degrada al objeto amoroso hasta la categoría de furcia. El deseo es algo malo, por mantener relaciones sexuales, por cambiarte de cuarto, en realidad casi por cualquier motivo, acabará expulsado de la universidad, de fusilero en Corea, y muerto.
- ¿Cómo se las arregla usted para ir por la vida?
- Saco sobresalientes en todo, señor
¿Es que no basta con los sobresalientes?
“… marchemos, marchemos adelante! … desafiando el fuego enemigo…” Desafiando al padre, al decano, incluso a Dios, concepto indigno de hombres libres. Pero el decano no es cualquier rival y utiliza el “marchemos” para lanzarle una interpretación que sacude a Marcus: “quizá sea marchándose el modo en el que usted se enfrenta a sus dificultades”, lo conmina a sentarse y a que regrese al redil, justo lo que Marcus no puede tolerar, volver a soportar el peso del Otro; él tuvo que poner distancia con su redil para dar un lugar a su deseo. “La indignación llena los pechos de nuestros compatriotas.”, también el de Marcus, provocándole una vomitona.
La Indignación, este enojo, la ira, el enfado vehemente que llena su pecho, lo convierten en una bomba de relojería, como su padre: No soy yo, sino el resto del mundo el que anda mal. Para finalmente reconocer:“yo era mi padre, me había convertido en él”.
Todos recibimos, esto es algo bastante común, esos correos que contienen un archivo adjunto en el formato de una presentación de diapositivas y habitualmente con un título rimbombante; imágenes de gran belleza se suceden con frases de distinta fortuna. Recuerdo que hace unas semanas recibí uno titulado Filosofía de vida, y que se ceñía muy bien a este molde que describo, la particularidad de este mensaje en concreto residía en el hecho de que contenía frases muy deficientes, incluso alguna, como la que reclamó mi atención, verdaderamente desacertada. Sobre una hermosa imagen de una carretera desplegada ante nosotros y flanqueada por árboles impresionantes, tendida hacia un horizonte colorido, sobreimpreso, rezaba lo siguiente: ve la vida desde el parabrisas, nunca desde el retrovisor.
“Marchemos, marchemos adelante…” Los conflictos de Marcus lo han seguido desde la casa de sus padres, y por muchos kilómetros que ponga por medio, lo persiguen. El libro es un relato continuo de los tropiezos de este joven, y las causas están detrás, recurriendo a esa desatinada metáfora del correo al que me refiero, las causas se reflejan en el retrovisor. Ahora bien, que las causas que lo llevan a tropezar apunten sólo al padre sería incierto, porque la última parte de la novela nos muestra una madre que advierte a su hijo que el mundo está lleno de muchachas que no se han cortado ninguna muñeca, le pide que renuncie a sus sentimientos porque estos pueden ser el mayor problema de su vida. Olvídate de Olivia y prométeme que te enfrentarás a lo que propone tu deseo como yo he hecho. Mantener esa promesa destroza a nuestro Marcus, y lo lleva a concluir que nada de esto hubiera sucedido si se hubiera quedado en casa.
Comenté al principio que había encontrado una segunda casualidad redactando esta entrada. Hay un puente tendido entre este inicio de curso y la primera reunión de Liter-a-tulia, hace un año. Iniciábamos nuestra andadura en el Instituto de Cultura Italiano, y entonces Chesil Beach nos ocupaba, comentábamos la obsesión de su autor, Ian McEwan, por un tema, lo que la vida puede cambiar en un momento, en una decisión, en aquella playa en la que Edward dejaba marchar a Florence. Pues bien, el párrafo final de la novela de hoy, las últimas líneas más concretamente, dicen así:” Marcus Messner, 1932 – 1952, el único de sus compañeros de clase que tuvo la desgracia de que lo mataran en la guerra de Corea, que finalizó con la firma de un armisticio el 27 de Julio de 1953, once meses antes de que Marcus, de haber sido capaz de soportar el servicio religioso y mantener la boca cerrada, se hubiera licenciado por la universidad de Winesburg, muy probablemente como primero de su promoción, y hubiera pospuesto así el aprendizaje de lo que su padre, sin estudios, se había empeñado tanto en enseñarle: la terrible, la incomprensible manera en que las elecciones más triviales, fortuitas e incluso cómicas obtienen el resultado más desproporcionado”
No, no tenía razón el presidente Lentz arengando a los estudiantes tras “El gran saqueo de las bragas blancas”, la noche en el que el exceso con el que la naturaleza se manifestó animó el desenfreno pulsional de los chicos. No es posible regular la conducta humana con grandes dosis de santurronería porque se encuentra ligada a profundas motivaciones inconscientes, evidentemente también para Marcus, y se alimenta del aspecto más escabroso del pensamiento freudiano, que escandalizó a sus propios discípulos. No hablo del Freud teórico de la sexualidad, sino del teórico de la muerte. Verdaderamente es un escándalo sostener que los seres humanos puedan perseguir el propio mal, y que la desgracia se haga más necesaria que contingente en sus vidas. Un escándalo y una pena también, que un muchacho de 19 años pueda experimentar la felicidad como una carga tan pesada.
16 de Octubre de 2009
Alberto Estévez
Fuente: http://liter-a-tulia.blogspot.com
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