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La reina del oro en Pekín: Allyson Felix
La mano derecha sostiene un tenedor que escarba en el plato de pasta buscando dónde clavarse, qué pieza cobrarse. ¿Un penne? ¿Un trozo de pollo sumergido en la crema? La mano izquierda rastrea directamente en el suelo, entre sus pies, colgando lánguida bajo la mesa, emergiendo a la superficie solamente para sujetar la pajita que se hunde en un vaso de hielo y bebida carbónica. La cabeza, agachada, se inclina sucesivamente a derecha e izquierda para entablar contacto comunicativo vía cuchicheo con las de sus vecinas, sus amigas, Britanny y Erika. Delante de ellas, un álbum de fotos manoseado. Instantáneas de la última excursión, un día en la playa. La reina de Pekín cena un domingo con amigas: una adolescente más en un centro comercial más de un suburbio más de la interminable Los Ángeles.
Allyson Felix tiene 22 años y va a misa todos los domingos. Después alarga la mañana religiosa impartiendo una hora de catequesis a niños de cinco y seis años, antes de comer con sus padres, un predicador y una maestra, su novio, un corredor de 400 vallas, y su hermano mayor, que fue atleta antes que ella. Juega a los bolos con su chico antes de cenar, temprano, temprano, con sus amigas. Después, a la cama. A soñar pronto, que hay que madrugar.
Vive en Santa Clarita, 50 kilómetros al norte de Hollywood, en una urbanización de casas de estilo toscano, estuco rosa, tejas curvas de cerámica, cipreses y arbustos en la calle de los que surge música chill-out por los altavoces enterrados entre la vegetación. A no más de 500 metros de la casa de sus padres. Tiene un Mercedes deportivo blanco, más apropiado a su edad y mentalidad que el Mercedes sedán gris de sus progenitores. Uno pasea por su barrio, tan limpio, tan aseado, con vecinos sonrientes paseando camino del mall, y no puede evitar que le asalten dos preguntas. Una, ¿dónde están las cámaras?, ¿dónde los guionistas?, ¿cómo terminará este Show de Truman de la aparentemente vida real? Dos, como bien enseña la detective Kinsey Millhone, detrás de las fachadas más pulidas de la soleada California se esconde la realidad más turbadora: ¿dónde está la cara oculta de Allyson Felix?, ¿dónde el revés de la trama? Su mayor vicio conocido, se chiva su madre, es comprar zapatos, montones de zapatos, y bolsos.
“El escepticismo”, comenta su padre, Paul, profesor de griego antiguo en un seminario metodista, “es algo con lo que estamos acostumbrados a vivir”. Lo dice en el salón de su casa, sentado en un sofá blanco, blanco. A su derecha, su hija; a su izquierda, su hijo; en una silla, su madre; en las paredes, fotos de los momentos más importantes de sus vidas y las de sus hijos, cuadros naïf, figuritas tipo Lladró que representan los bancos de una iglesia, los congregantes, el pastor… Sobre una mesita, las cajas con las medallas que Allyson no ha querido llevarse a su casa. La plata de los 200 metros en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, el oro en los 200 metros del Mundial de Helsinki 2005, conseguido a los 19 años y 267 días –la única teenager de la historia que lo logró–, y los tres oros del Mundial de Osaka 2007. En un estante, media docena de tomos de recortes de prensa: la historia de la carrera atlética de su hija, una niña prodigio que a los 14 años, cuando ya la apodaban chicken legs por la delgadez y la longitud de sus interminables piernas, comenzó a batir todos los récords de velocidad y a borrar de los registros a Marion Jones. “Los años”, cuenta su madre, Marlean, “en que me sobresaltaba mientras cocinaba porque oía su nombre por la tele, los años en que estaba tan orgullosa de ella porque era capaz de compaginar la dureza de los entrenamientos con los estudios”.
A los 17 años, cuando se convirtió en profesional del atletismo, le ofrecieron un contrato de un millón de dólares con Adidas. El año anterior a los Juegos de Atenas, sus padres sólo le pusieron una condición: seguir estudiando. Hace apenas 15 días se graduó en la muy pija Universidad del Sur de California (30.000 dólares al año), a dos patadas del Coliseum de Los Ángeles, el estadio olímpico de los Juegos de 1932 y 1984 de donde ha desaparecido la pista de atletismo en beneficio del césped del campo de fútbol americano. Allyson estudió magisterio, como su madre, y como ella, su vocación es convertirse en profesora de primaria.
Marion Jones, la anterior reina del atletismo mundial, luchó por ganar cinco medallas de oro en Sidney 2000 y acabó en la cárcel por mentirosa; por negar que se hubiera dopado para conseguir sus éxitos, sus medallas olímpicas, tres oros y dos bronces, devueltas al Comité Olímpico Internacional. También de Los Ángeles, detrás de la imagen sonriente de Jones, de una biografía de niña feliz y prodigio del deporte, se descubrió una realidad más sórdida, la de una mujer de armas tomar amante de deportistas musculosos enganchados a los anabolizantes sintéticos. Su primer marido, C. J. Hunter, un tremendo campeón de lanzamiento de peso con 130 kilos de músculo y grasa, le enseñó a picarse en los músculos; con su segundo chico, Tim Montgomery, un sprinter a quien desposeyeron de su récord del mundo de los 100 metros por dopaje, tuvo un hijo y se embarcó en una banda de falsificadores de cheques, y el pasado año, antes de ser encarcelada en una prisión de Fort Worth (Tejas), se emparejó con Obadele Thompson, otro velocista del que aún no se conocen malas prácticas.
Allyson Felix, la nueva reina de la pista, quiere ganar cuatro títulos olímpicos en Pekín: en los 100 y en los 200 metros, en el relevo corto y en el largo. Conociendo su capacidad, su carácter competitivo –el rasgo de su personalidad que más destaca su madre– y sus marcas, no se trata en absoluto de un objetivo fuera de su alcance. Si el calendario de las pruebas le hubiera venido bien, Felix, que ha bajado de los 11 segundos en los 100 metros, de los 22 en los 200 y de los 50 en los 400, podría haberse planteado incluso el asalto a cinco oros como cinco aros, incluyendo en el menú los 400 metros.
Cinco oros constituyen lo nunca visto en una pista de atletismo durante unos Juegos. Cuatro es un número casi tan excepcional. Antes que ella, sólo lo han conseguido dos hombres: Jesse Owens, en Berlín 36, y Carl Lewis, en Los Ángeles 84; mujeres, sólo una, la holandesa Fanny Blankers-Koen en Londres 48. Y como si el atletismo exigiera de sus héroes una zona de sombra, un matiz de tragedia, ninguno de ellos vivió una vida tan aparentemente plana como la de Felix; tampoco las últimas estrellas de la velocidad, con las que la niña de Santa Clarita guarda algún paralelismo. Wilma Rudoplh, la gacela de Roma, era la vigésima de 22 hermanos, y debía sus piernas tan largas, su cuerpo tan grácil y su estilo tan suavemente demoledor, con el que tantas veces se ha comparado la forma de correr de Felix, a un ataque de poliomielitis que le tuvo toda su infancia con la pierna izquierda entre hierros. Y aunque a Felix le entrena el mismo técnico, el sádico Bob Kersee, Florence Griffith-Joyner, la última que intentó alcanzar el mismo cuádruple objetivo –falló por poco: Estados Unidos fue sólo plata en el relevo largo en Seúl 88–, fue tan celebrada por sus proezas atléticas como por su estilo hortera en la pista y su gusto por las musculaturas hipertrofiadas ligado al consumo de esteroides anabolizantes. Griffith, o Flojo, como acabó siendo conocida, murió 10 años después de sus éxitos en Seúl: un cavernoma cerebral le provocó, durmiendo, un ataque epiléptico que la asfixió.
Quizá la grieta, si existe, que permita dar con la verdadera personalidad de la chica que reinará en Pekín en agosto haya que buscarla en la pista de UCLA, la universidad situada a dos pasos de Sunset Boulevard. Allí, el jefe es Kersee, un técnico exigente que tiene a los atletas un buen rato subiendo y bajando escalones.
Mientras todo su grupo rezonga, remolonea y busca escaquearse, Felix, la enorme sonrisa siempre partiéndole la cara en dos, no para de exigir más tareas, que cumple con la máxima eficacia. Ayudando a Kersee a manejar el rebaño, sentada en una gran pista de cámping, Valerie Brisco-Hooks observa satisfecha. El nombre de Brisco-Hooks figura tres veces grabado en la entrada del Memorial Coliseum de Los Ángeles como ganadora de tres oros, en 200 metros, 400 y relevo 4×400. Pero, aun compartiendo objetivos, es la anti-Felix. “Yo era gorda y potente en 1984”, dice Brisco-Hooks, gordísima y potentísima ahora. “Y Felix es todo lo contrario. Su estilo engaña, de todas formas. Corre como una gacela, pero tiene la fuerza de un león. Esa niña engaña…”.
¿Engaña? ¿Hemos oído bien?
“Pues claro que no”, responde, más seria, Felix. “Me siento responsable, quiero ser un modelo para los jóvenes, para los niños, eso es imporTante para mí”.
¿Engaña su hija? “Por supuesto que no”, responde el bíblico Paul Felix. “Nuestra mayor alegría es saber que ella camina por la verdad”.
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