La bolsa azul de deporte se encontraba ya lista en la entrada de su casa. De esta forma, Isabel, cuando llegaba de trabajar no tenía que entretenerse a prepararla y podía ir directamente al gimnasio. Todo meticulosamente organizado. El problema es que la bolsa llevaba allí quietecita y sin moverse ocho meses seguidos. Su marido, día sí, día también, le rogaba que la sacara de en medio y que se diera de baja. Era un derroche ridículo. Pero ella le respondía una y otra vez con sincero convencimiento que mañana sí iría. La misión de la bolsa era recordar a Isabel lo que debería hacer y no hacía, su fallo constante. Esta historia es penosamente representativa de lo que les pasa a muchas personas. De hecho, los gimnasios viven, en gran parte, gracias a los socios que pagan religiosamente sus cuotas pero no acuden.
Amén de las personas que por motivos extremos no pueden practicar ejercicio físico, la humanidad se divide en las que lo practican y las que se sienten culpables por no hacerlo. La culpabilidad es el sentimiento más usual cuando no hacemos lo que sabemos que deberíamos hacer, y en esta sociedad todos somos conscientes de la necesidad de mover el cuerpo. A diario y por diferentes medios recibimos el mensaje de la importancia de practicar algún deporte para prevenir o curar todo tipo de enfermedades (cardiovasculares, digestivas, dermatológicas, musculares, psicológicas...).
La necesidad que tiene nuestro cuerpo de moverse cae por su propio peso. Nuestro organismo no se diseñó para vivir en las condiciones actuales. El esqueleto, la musculatura, todo el sistema está pensado para correr y huir de los depredadores, para cazar, para andar durante horas buscando una cueva donde refugiarnos... El cuerpo que tenían nuestros antepasados hace miles de años era prácticamente idéntico al nuestro. Y ahora lo que hacemos con él es estar sentados la mayor parte del tiempo. No lo utilizamos para lo que fue diseñado. Y aquí estamos sufriendo muchos trastornos que se podrían prevenir sencillamente moviendo el esqueleto...