Joaquín Blume, en un ejercicio de anillas durante una competición.
Foto: EFE
Foto: EFE
AMAYA IRÍBAR - Madrid
Cuando el Madrid no había ganado aún ninguna Copa de Europa, cuando Bahamontes no tenía su Tour ni Ángel Nieto sus Mundiales de motociclismo, cuando no había nadales ni alonsos ni gasoles, hubo un gimnasta español, de padre y entrenador alemán, capaz de plantar cara a los rusos, llenar plazas de toros, arrastrar vocaciones y, sobre todo, hacer soñar con la gloria deportiva a una España aislada del mundo y hundida en la dictadura. Hasta que se mató en un avión. El accidente de El Telégrafo, en la sierra de Cuenca, en el que falleció Joaquín Blume, este miércoles hará 50 años, convirtió en mito al hombre que con sólo 25 años ya se había proclamado campeón de Europa y era uno de los grandes favoritos para los Juegos Olímpicos de Roma 1960.
En los Campeonatos de Europa de 1957 ganó al gran Yuri Titov
Se entrenaba en el gimnasio de su padre con aparatos de poca calidad
Para darse cuenta de lo que significó esa muerte para el deporte español hay que rebobinar un poco más. Al menos, hasta 1942, cuando el padre de Blume, don Armando, abrió un gimnasio en Barcelona, tras regresar de Alemania, donde toda la familia se exilió durante la Guerra Civil. España era un país sin una mala gesta deportiva que llevarse a la boca. Y ahí apareció Blume, Achim para sus conocidos. En esa gran nave con aparatos de dudosa calidad se entrenaba un chavalillo de físico menudo pero imponente, gran atractivo físico y simpatía natural, recuerdan los que le conocían; capaz de hacer movimientos imposibles y de ganar uno tras otro 10 campeonatos de España, desde 1949 hasta que se mató. Se convirtió en un ídolo popular. Sus victorias, sobre todo ese Campeonato de Europa de 1957, en el que barrió al gran Yuri Titov, le llevaron a las portadas de los periódicos, al No-Do, a las revistas de sociedad. Bahamontes, que compitió con el gimnasta por el premio al deportista español del año, le recuerda como "un tipo extraordinario, con una preparación física increíble".
Una foto resume su carrera. Se ve a Blume en las anillas, en la posición del Cristo. Los brazos en cruz, todos los músculos marcados, las piernas estiradas y la cara como si nada, sin rastro del dolor, la fuerza y el esfuerzo que exige esa posición.
Blume era el gimnasta total. No podía ser de otra forma, pues la gimnasia no era entonces el deporte de especialistas que es hoy y los atletas estaban obligados a competir en los seis aparatos (hoy pueden dedicarse a su favorito y dejar de lado los demás). "Era muy elegante y muy fuerte", recuerda Jesús Carballo, seleccionador femenino y gimnasta de una generación posterior. "Además, era muy constante, con una gran capacidad de trabajo. Se ponía con un ejercicio y hasta que lo hacía perfecto no paraba", rememora José Ángel Leal, compañero del equipo nacional, que compartió un buen número de concentraciones con el ídolo, la última en Barcelona hasta un día antes del accidente. Y, sobre todo, "no fallaba nunca", añade Damiá Onses, otro gimnasta de la época.
Pero era algo más. Tenía carisma. Carballo recuerda que le vio de niño en una exhibición en la plaza de toros de Pontevedra, abarrotada de público, y ya no quiso ser otra cosa que gimnasta. Blume era diferente en todo, un adelantado a su tiempo. Usaba magnesia, esos polvos que ayudan a que las manos se adhieran a los aparatos y no resbalen, y los chavales le imitaban con polvos de talco. No había masajistas, ni médicos, ni dietistas, ni Centros de Alto Rendimiento, pero sí existía, sobre todo en Cataluña, una gran tradición deportiva, del atleta completo, del deporte como transmisor de valores. "Por eso, aunque mandaba el fútbol, había un gran auge de otros deportes", recuerda el periodista Martí Perarnau.
Víctima del boicoteo que España hizo a los Juegos de Melbourne 1956 y los Campeonatos del Mundo de Moscú 1958, Blume obtuvo como recompensa para que no dejara la gimnasia la posibilidad de viajar al extranjero, algo vetado a la gran mayoría de los españoles. Competir y aprender con los mejores. Estuvo en Japón, en Alemania..., en los países que son la cuna de la gimnasia.
Otra diferencia era que Blume se entrenaba todas las horas posibles. "Nosotros hacíamos gimnasia como hobby. Todos estudiábamos o trabajábamos. Así que íbamos al gimnasio en los ratos libres"; resume Onses; "él se ejercitaba cinco horas al día".
"El equipo era Blume y los demás. No podíamos competir con él", reconoce Leal. Por eso entre los amasijos del DC-9 se quedó algo más que un hombre que acababa de casarse -su esposa, María José Bonet, viajaba con él- y era padre de una niña. Se quedó también el primer campeón de un deporte que apenas despuntaba en España y que se quedó huérfano. El vacío duró décadas. Tras la despedida multitudinaria, el funeral masivo en Barcelona, los féretros de Blume, su mujer y los otros gimnastas que les acompañaban expuestos en la plaza de Catalunya, la gimnasia española no tuvo otro campeón hasta la aparición de Carballo junior a mediados de los noventa. Pero para entonces el deporte español ya había dado el gran salto, el Madrid acumulaba Copas de Europa, Santana ya había ganado en Wimbledon, España era una habitual del medallero olímpico... Para entonces hacía años que el gimnasio Blume, de Barcelona, había cerrado y en su lugar se alzaba un edificio de pisos.
Fuente: el pais.com
ENLACES: