Joan Manuel Serrat
Elvira Lindo
Sólo por un día, la abuela de Barack Obama, la mujer que lo crió, no llegó a ver a su nieto como presidente de Estados Unidos. Por fortuna, había formado parte de ese treinta por ciento de votantes que emitieron su voto en los días previos. Así que murió con su misión cumplida. Esa última misión ha sido compartida por mucha gente, sobre todo por abuelas negras. Escucho en la radio que en un colegio electoral, el encargado de la mesa pidió a los ciudadanos que allí se encontraban que pararan su actividad durante unos segundos: una anciana de ochenta y cinco años estaba a punto de votar por primera vez en su vida. La gente reaccionó aplaudiendo. No es la letra pequeña de la historia; el viaje que había hecho esa anciana desde su casa hasta esa anacrónica cabina de votación contenía el sueño de Luther King, cuarenta años después de su asesinato. El sueño fue expresado por el doctor King de una manera tan sencilla como poética: "Queremos una sociedad racialmente ciega". El tiempo le ha dado la razón y se la está quitando a Malcolm X, un país con dos culturas segregadas no conduce a nada. Frente al estereotipo del negro (tan aplaudido por el blanco paternalista, sea liberal o conservador) que sólo brilla en deportes o en esa estética violenta de ciertos movimientos musicales, Barack Obama se presenta como un modelo a seguir: elegante, tranquilo, con una capacidad abrumadora para la oratoria, y eso, habiendo surgido de una clase a la que cada vez le cuesta más dar el salto de la clase media. El martes, el día ya histórico de su elección, yo me encontraba a las puertas del Carnegie Hall para asistir a una actuación poco americana, o mucho, según se mire, porque éste es un país de inmigración. Estaba allí para ver a Joan Manuel Serrat. Ya en la puerta había un murmullo de mil acentos latinos que conformaban una especie de babel hispanohablante. La tarde tenía, aunque no hacía frío, un aire navideño, de víspera de Reyes, tal vez por la escasez de tráfico y un algo contenido en las miradas, esa alegría prudente ante un regalo que uno no está seguro de si va a recibir. Entre el gentío me encontré con un amigo americano que me confesó haber votado con emoción. "Durante toda esta campaña", me decía, "Obama me ha impacientado en algunas ocasiones, sentía que le faltaba ese mínimo de agresividad necesario para una pelea tan dura, no entendía esa actitud tan zen; ahora me doy cuenta de que, aparte de que él sea un hombre sereno, un negro (él decía afroamericano, claro), no puede dejarse llevar por la cólera en público como un blanco, porque eso habría hecho un tremendo favor al viejo estereotipo que persigue al negro americano y que algunos negros jóvenes obedecen casi como un rasgo identitario: el cabreo permanente con el mundo". Entramos en el Carnegie. Lleno, lleno hasta la bandera, y la bandera en el Carnegie está pero que muy alta. El concierto comenzaba a las ocho, justo cuando empezaban a salir resultados que mi amigo catalán me iba mostrando en el iPhone, esa ventanita luminosa que nos comunicaba con el exterior; pero la realidad estaba también allí dentro, en esa multitud que recibió al ídolo puesta en pie, entregada antes de que abriera la boca. No he visto nunca en el Carnegie una devoción comparable. A João Gilberto le recibieron con una reverencia silenciosa, la del creyente que al fin ve al profeta; en el caso de Serrat todo era cercanía. Según fue avanzando el concierto, la barrera entre el público y el escenario se iba rompiendo y el público se levantaba y le pedía a gritos canciones: "¡Las nanas de la cebolla!, ¡El pueblo blanco!, ¡Lucía!". El cantante respondió con sorna: "Aprecio mucho el conocimiento que tienen de mi repertorio". La sorna estuvo todo el tiempo presente en sus comentarios, como si el cantante se hubiera convertido en cómico con el paso de los años. Los acomodadores, acostumbrados al disciplinado público anglosajón, se acercaban a llamar la atención a esos espectadores que, de vez en cuando, hacían fotos con el teléfono móvil. Pero fueron incapaces de controlar el divertidísimo desmadre que se acabó organizando. La gente se fue levantando de sus butacas y se acercaban, cada vez más, al escenario, para retratarle. Ya no eran móviles, sino directamente cámaras de vídeo. Llegó un momento en que aquello parecía una rueda de prensa. Algún espectador se acercaba al escenario para que otro le sacara la foto con Serrat detrás. Fue tan anárquico, tan distinto de lo que se puede ver aquí en un teatro como éste, tan espontáneo y tronchante, que cuando el niño del Poble Sec cantó Para la libertad, los versos de Miguel Hernández sonaron como el himno que certificaba lo que allí mismo estaba pasando. Una, dos, hasta cinco veces tuvo que salir a complacer a un público que no estaba dispuesto a dejarle marchar. "¿Tienen tiempo?", dijo él, "porque si no tienen tiempo, lo dejo". Risas y aplausos. En algún momento, de forma sutil, dejó ver la impaciencia que sentía por los resultados, sobre todo cuando cantó Hoy puede ser un gran día. Lo fue. A la salida, la alegría podía ya manifestarse abiertamente: el paquete de la incertidumbre se había abierto, y ahí estaba el regalo, en manos del Rey Negro.
Fuente: el pais.com
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