Anand vence a Krámnik y renueva su título en un campeonato del mundo que refleja la crisis de identidad que sufre el milenario juego desde que los ordenadores son los amos del tablero.
Anand tampoco ha brillado a gran altura. No jugó bien en la partida 10, en la que se deshilachó a ojos vista. Tampoco en la 9, donde los hados estuvieron a su favor evitándole la derrota. Pero ni siquiera una de sus victorias más bonitas (la partida 3) aguanta la prueba del carbono Fritz. La posición estaba así tras la jugada 33 de Krámnik: Blancas, Pa4, Ta3, Pb2, Rc2, Ad3, De2, Pf3, Pf4, Ph2. Negras, Dd4, Pe6, Pf6, Af5, Tg1, Rh6, Ph5. Anand jugó 33... Ah3, que gana, aunque el juego se prolongó ocho jugadas. Con 33... AxA+ se ganaba enseguida. Es cierto que Anand estaba apurado de tiempo, pero el ordenador habría encontrado 33... AxA+ en un segundo.
No, el campeonato no ha sido relevante. El ajedrez ya no es lo que era. Quedan lejos el carisma y calidad de los encuentros Fischer-Spassky o Karpov-Kasparov, con numerosas partidas combativas y hermosas. El reciente campeonato de Rusia o la Chess Masters que se jugó en Bilbao en septiembre fueron superiores en creatividad y ganas de pelea al match Anand-Krámnik.
Tablas de mutuo acuerdo
Esta valoración negativa del último campeonato mundial se establece sobre consideraciones de fondo. En primer lugar la federación internacional debería prohibir las tablas por mutuo acuerdo. Firmar la pipa de la paz sin apurar el juego le está haciendo daño al ajedrez. En Bonn se firmaron seis tablas con muchas piezas en juego. Ese pactismo, estando en disputa millón y medio de euros, puede provocar el cansancio de los patrocinadores, al escasear el espectáculo y la publicidad. Un hecho revelador: este ha sido el campeonato mundial con menor atención mediática de las últimas décadas.
Los ordenadores también aportan elementos a la crisis de identidad del ajedrez. Ahora se juega mejor que antes, en número y calidad media, y hay más jugadores federados que en la vida. Pero el ajedrez de los grandes maestros resulta a menudo tan técnico y erudito como aburrido y mecánico. Es la influencia de los ordenadores, cuya memoria diabólica (guardan en su chip varios millones de partidas) y su rapidez de cálculo los convierte en adversarios intratables. En el juego de creación no son mejores que Anand, Carlsen o Topalov. Las máquinas de ajedrez no siempre hacen las jugadas más profundas. Pero no se equivocan nunca, ni tienen dolor de cabeza, ni se agotan o desmotivan. Anand, Topalov o Carlesen sí. Los programas Fritz, Rybka y monstruos similares son los nuevos oráculos de Delfos, y de ellos nace toda la sabiduría ajedrecística de la actualidad. Los ordenadores juegan ya mejor que los humanos y eso nos ha llevado a dos errores: querer imitar su toque matemático, frío y certero , y acomplejarnos al no conseguirlo. Ante la creciente amenaza de los ordenadores, nuevos reyes del tablero, muchos se han acordado de Bobby Fischer (1943-2008). Para él los apuros de tiempo, las máquinas y la teoría son trabas para la imaginación. Para remediarlo propuso relojes que añaden unos segundos tras cada jugada. Se consideró una idea demente. Hoy es una práctica habitual.
En 1996 Fischer propuso el ajedrez aleatorio, que conserva todas las reglas del ajedrez, y se diferencia del clásico en la colocación azarosa de las piezas (por sorteo, excepto los peones), y por tanto en una reinterpretación de las reglas del enroque. La meta de Fischer era crear una variante donde el talento de los jugadores fuese más importante que la habilidad de memorizar y analizar aperturas predeterminadas. El futurismo del genio empieza a parecer una necesidad. Así se minaría la altivez de las máquinas, ya que su almacén de datos se vaciaría. Para ellas sería un volver a empezar.
Fuente: las provincias.es
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