Así es que decidí unirme al club de Paco Perela y firmé ficha de la Federación Madrileña de Atletismo.
En el club Perelada me dieron una ayuda de 500 pesetas, para que pudiera comprar mis primeras zapatillas de clavos.
Los clavos de las deportivas eran fijos, se iban desgastando con el uso, no se parecían en nada a las excelentes zapatillas de clavos intercambiables que se utilizan ahora.
Las pumas, esta era la marca de las zapatillas, me duraron bastante. Era una gozada poder correr y sujetarse con aquellas garras que te permitían avanzar sin resbalar ni perder impulso.
Yo estaba como un niño con zapatos nuevos, cuidaba las zapatillas con un mimo exquisito. Por entonces era normal prestárselas a aquellos compañeros que no tenían. Recuerdo dejárselas a un atleta para correr un 10.000 y lo mal que me sentó que le pisaran y le hicieran un desgarrón. Ya no volví a dejarlas nunca más.
Seguí bajando a entrenar al SEU y al INEF, ahora con más asiduidad, porque ya me sentía parte de un grupo que me arropaba y ayudaba en los momentos en que el entrenamiento no me salía como a mí me hubiera gustado. Vivía con gran intensidad los momentos anteriores a empezar a entrenar. La incertidumbre de saber que nos tocaba cada día, cual era el plan que teníamos que hacer, se terminaba, con frecuencia, con una hora de carrera continua, que nos servía para recuperarnos de la paliza que nos habíamos dado en la pista el día anterior y que nos había dejado las piernas muy cascadas.
Después de entrenar volvíamos, todos juntos, andando hasta el metro de Moncloa, comentando las incidencias que habíamos tenido, pensando en la competición que teníamos que realizar el fin de semana y que, a la vista de los tiempos que habíamos realizado, debería llevarnos a mejorar nuestros registros personales.
En aquel grupo de amigos teníamos una filosofía muy particular de entender la vida y todo lo relacionado con ella. Era indudable que la reflexión metódica a la que continuamente nos entregábamos, articulaba nuestro conocimiento del atletismo, nos llevaba a conocer nuestras posibilidades y nuestros límites. Años más tarde dejarían una profunda huella en nuestro modo de ser y de hacer.
Fue muy lamentable que aquella agrupación no tuviera una larga existencia. Cada uno de nosotros tuvimos que enfrentarnos a los avatares de la vida y poco tiempo después se disgregó.
Cuarenta años después, algunos de sus componentes, seguimos reuniéndonos en un Restaurante de Madrid todos los 28 de diciembre, el día de los Santos Inocentes.