Escrito por: Félix F. Méndez
1908, Marie Sklodowska Curie tiene las manos hinchadas hasta tal punto que abrocharse la ropa es un serio problema, quemadas las yemas de los dedos, las articulaciones dolorosamente envejecidas. Son los efectos, entonces insospechados, de la radiactividad, un nuevo fenómeno físico-químico que le estaba dando la gloria y quitando la vida. Acaba de cumplir, el 7 de noviembre, 41 años.
Manipular el periódico aún es tarea asequible, aunque sea para leer: «Marie no es más que una trabajadora meticulosa y activa, pero mediocre, ya que una mujer sólo puede brillar en el campo de la ciencia si trabaja bajo la guía e inspiración de un hombre profundamente imaginativo del que esté enamorada». La historia, bendita sea, terminaría por dejar a aquel periodista, a su editor y a quienes pensaban (o piensan) igual que ellos como perfectos imbéciles al tiempo que reconocería a la familia Curie, con Marie como motor e inspiración, con cinco premios Nobel: dos para ella, uno para su marido Pierre, otro para su hija Irene y otro para el esposo de ésta, Fédéric Joliot.
Marie Curie nació en Varsovia en 1867. Polonia no existía tras ser despedazada por los imperios austro-húngaro, alemán y ruso. En la Polonia rusa una adolescente Marie Sklodowska agradecía al cielo cada día que terminaba sin ser deportada a Siberia. ¿Su pecado? Primero, estudiar (la Universidad estaba vetada a las mujeres) y segundo, enseñar en la clandestina, mítica, Universidad Flotante de Varsovia, una revolucionaria escuela nocturna donde se pretendía formar un bloque de mujeres comprometidas que a su vez pudieran educar a los pobres, brutalmente oprimidos y desposeídos de su cultura por los rusos. Marie trazó un plan: trabajaría para costear los estudios de su hermana mayor en París quién, tan pronto empezase a ganarse la vida, la llevaría consigo a Francia y pagaría a su vez su formación.
Así fue como, con 23 años, Marie llegó a París y se matriculó en la Facultad de Ciencias de la Sorbona. Enseguida sacrificó la comodidad de vivir con su hermana, por la soledad de un desván gélido en el que, eso sí, podía estudiar en paz tantas horas como tuviera el día: «Hacía tanto frío que, para poder dormir, apilaba toda mi ropa sobre la cama». En 1893 se convirtió en la primera mujer que obtuvo la licenciatura en Ciencias Físicas y lo hizo con la mejor calificación de su curso. Poco después se licenciaría también en Matemáticas y empezaría su primera investigación: el magnetismo en el acero.
En ese momento el director de la Escuela de Física y Química de París, Pierre Curie, también estudiaba los campos magnéticos. Fueron presentados. Antes de dos años recorrieron el noroeste de Francia en sendas bicicletas pagadas con el dinero recibido como regalo de boda. «Sería bello pasar por la vida juntos, hipnotizados por nuestros sueños; tu sueño patriótico, nuestro sueño humanitario y nuestro sueño científico», le escribió Pierre a Marie. Una rareza, los rayos Becquerel, era el centro de atención científico del momento; más extraños aún que los rayos X, recién descubiertos por Roentgen. «Me entusiasmé al conocer el nuevo fenómeno y resolví dedicarme a estudiarlo a fondo», dijo Marie Curie refiriéndose a las desconcertantes emanaciones de las sales de uranio. Marie descubrió que los compuestos de torio (el segundo elemento natural más pesado tras el uranio) también despedían aquel nuevo tipo de rayos. La ciencia estaba a punto de dar con la radiactividad.
Tras incontables experimentos, la pura observación dio paso a la más exigente medición. Como el uranio es escaso y caro, Marie resolvió trabajar con pechblenda, un mineral que contiene un pequeño porcentaje del metal radiactivo. Lo que vio parecía no tener sentido: la pechblenda era cuatro veces más radiactiva que el uranio puro. Sólo podía entenderse si en el mineral se ocultaba algo nuevo, un elemento desconocido y excepcionalmente radiactivo. Pocos la creyeron, poco le importó: «El elemento está ahí y tengo que encontrarlo». Trató toneladas de pechblenda y luego de meses de finísimo trabajo obtuvo unos miligramos de un pariente lejano del oxígeno de muy elevado peso molar al que bautizó como polonio. Pero ni siquiera el polonio podía explicar la radiactividad de la pechblenda. Marie y Pierre (ya trabajaban juntos) comprendieron que había algo más en el mineral, una sustancia en proporciones minúsculas cuya radiactividad «debe ser enorme».
Marie vio claro que para cazar al nuevo fantasma harían falta instalaciones a escala industrial donde procesar ingentes cantidades de pechblenda. Y la Escuela de Física de París agrandó sin saberlo la leyenda de los Curie concediéndoles un «miserable cobertizo viejo de madera, con goteras, que antes fuera una sala de disecciones; un cruce entre establo y sótano para guardar patatas». Tres años después, un desgastado crisol de porcelana brillaba con tonos azulados en la oscuridad; contenía menos de una décima parte de gramo de algo nunca visto y monstruosamente radiactivo: se había descubierto el radio. «De haber estado solo -admitiría Pierre- jamás me hubiera embarcado en semejante tarea».
Un año más tarde, era 1903, Marie Curie se dirigía a su examen de doctorado. Nunca antes se había doctorado una mujer en Francia. La Sorbona reunió un temible comité de sabios poco dispuestos a cambiar la historia. Marie los pasó por encima. Puede que jamás un alumno hubiese sacado tan abismal ventaja a sus profesores. Marie Curie se doctoró con la distinción «très honorable». Veinticinco semanas después, la Academia de Ciencias de Estocolmo le concedería, junto con Pierre, su primer premio Nobel.
No tardaron en sonar las primeras alarmas: la radiactividad empezaba a revelarse como un fenómeno muy agresivo. Los Curie comprendieron que si el radio dañaba los tejidos, podía usarse para atacar células cancerosas y, a tal fin, idearon varios tratamientos de radioterapia. Pronto se puso de moda y empezaron a circular multitud de medicamentos y tónicos. En manos de los médicos, pero sobre todo de los charlatanes, el radio hacía furor y se anunciaba como la medicina milagrosa que todo lo podía. Los Curie no obtuvieron de ello ni un franco. Convencidos de que el beneficio comercial era contrario al espíritu científico, no patentaron su método de obtención del radio. «El conocimiento debe estar al alcance de todos».
El trabajo de los Curie abrió el horizonte de una nueva física y desafió los cimientos de la ciencia conocida. Los físicos temblaban ante la posibilidad de ser tachados de alquimistas cuando empezaron a susurrar la palabra tabú «transmutación»: cuando se produce una desintegración radiactiva el elemento A se convierte en B. Ninguno quería ser el primero en verbalizar sus dudas acerca de la vieja ley de conservación de la energía: durante las emisiones radiactivas se expulsan ingentes cantidades de energía surgida? ¿de la nada? Harían falta gigantes como Rutherford, Einstein, Bohr, Planck, Heisenberg? para rescribir el manual de instrucciones del universo del que Pierre y Marie Curie habían arrancado varias páginas.
En 1906, Pierre Curie murió atropellado por un coche de caballos mientras cruzaba distraídamente una calle de París.
En 1911, Marie recibió la noticia de que había sigo galardonada con su segundo premio Nobel.
En 1915, junto con su hija Irene, conducía temerariamente entre las trincheras de la I Guerra Mundial coches que ella misma había equipado con aparatos de rayos X, o adiestraba a cientos de operarios para manejar las numerosas unidades radiológicas que instaló en pleno frente de combate. Contradecía así el diagnóstico que de ella hiciera, en 1913, viuda y enferma, Albert Einstein: «Madame Curie es enormemente inteligente, pero tiene el alma de un arenque, no sabe disfrutar ni sufrir».
Pero antes, en 1908, festejemos el centenario, Marie Curie se había convertido en la primera mujer a la que la República de Francia otorgaba una cátedra. Fue de Física, fue la Sorbona, fue un muro alto y viejo que caía.
En 1934, la médula ósea de Marie Curie, machacada por la larga exposición a la radiactividad, no pudo defenderla de una anemia y uno de los grandes talentos que ha dado la ciencia murió. No hubo sacerdote ni se escucharon oraciones, Marie no era creyente, pero sí unos gramos de tierra polaca sobre su ataúd.
En 1935, Frèdèric Joliot e Irene Joliot-Curie recibieron el premio Nobel por el descubrimiento de la radiactividad artificial, un hallazgo que dos años antes había llenado de orgullo a Marie, primera en conocer los resultados de sus discípulos.
En su libreta de laboratorio, guardada cual reliquia en una cámara de plomo debido a la intensa radiación que aún emite, entre reacciones químicas y diseños instrumentales, entre apuntes de medidas e ideas para futuros experimentos, se lee: «Gogli, gogli, go» -las primeras palabras que Irene pronunciara y que Marie anotó con la diligencia de un científico y la ternura de una madre-.
Fuente: http://www.lne.es