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El amante, de Marguerite Duras. Una aproximación al goce
Hay libros que son como un prisma. Tienen muchas caras. Pasillos divergentes que sin embargo, parecen aullar una escena central. Pero ¿cuál?
El amante es uno de esos libros, de infinidad de ventanas, en donde la mirada del lector puede captar diferentes caminos a partir de su propia lectura fantasmática. No puede ser de otra manera.
Aquí, en El amante, parecería que no hay historia, que no hay relato; es el goce mismo el que parece deslizarse entre las palabras y la escansión perpetua que corta inesperadamente la narración. Como en la experiencia analítica.
No obstante, hagamos caso a la autora, y situemos a partir del mismo título, El amante, el marco a través del cual se despliega veladamente el eco de una narración llena de dolor, sufrimiento y goce.
El amante, ¿quién es ese sujeto? Un siervo del padre y del amor –y nada mejor que un chino para este menester— a partir del cual una muchacha despierta y configura la subjetividad femenina, a través de la mirada del cuerpo de otra mujer y del encuentro mismo con el goce. Sólo puede ser así.
No cabe duda que esa relación, que esa experiencia de goce, sirve de trama para mostrar cómo se labra la subjetividad femenina a partir de un escenario familiar completamente atravesado por la cólera de la locura. En este sentido, el estrago materno que infiltra a la niña, el rostro de desesperación o la locura de la madre, nos iluminan un plano del tormento infantil a partir del cual la niña-muchacha intenta abrir las puertas de la feminidad a través de un enigma: ¿Cuál es el misterio de esa pasión sexual que ejercen las mujeres sobre los hombres?
Pasión que ella misma pondrá en juego con su partenaire para encender las puertas del goce.
“Ya estoy advertida. Sé algo. Sé que no son los vestidos lo que hacen a las mujeres más o menos hermosas, ni los tratamientos de belleza, ni el precio de los potingues, ni la rareza, ni el precio de los atavíos. Sé que el problema está en otra parte. No sé dónde. Sólo sé que no está dónde las mujeres creen… Hacer semblante de nada.
Ese faltar de las mujeres a sí mismas ejercida por ellas mismas siempre lo he considerado un error.
No se trataba de atraer el deseo. Estaba en quien lo provocaba o no existía. Existía ya desde la primera mirada o no había existido nunca. Era el entendimiento inmediato de la relación sexual o no era nada. Eso también lo sabía antes del experiment”.
Ese saber, labrado antes de la experiencia sexual con el partenaire amante pero guía para la constitución del semblante femenino, no aporta la solución ni siquiera la felicidad. Tan solo los esbozos de la escritura de un síntoma, y el valor que adquirirá para ella la escritura misma, como instrumento para paliar el dolor de existir.
Es verdad que el personaje, la niña-muchacha, entra en la experiencia sexual motivada por el misterio de una feminidad que atrae a los hombres, y que le comporta un goce; es verdad que hace ese recorrido ahuyentada por las garras de la locura materna; es cierto también que transita por él mismo, alejándose del goce perverso del hermano mayor, cuyo desenlace es ser enterrado tal como había vivido, a solas con la madre, o de la experiencia maternal que para ella ejerce el hermano “pequeño”, cuya muerte, como le sucedería a cualquier madre, le abre también las puertas mismas de la mortalidad. Sin embargo, esa experiencia y ese recorrido por los meandros del amor a partir del escenario edípico dramático, no le abren las puertas del paraíso, aunque le sirva para marcar un punto de separación, acercándole a la complejidad misma que encierra la mascarada femenina a través de la presencia fantasmática de la otra, de la puta…
La mirada triste de la niña, las pequeñas marcas en ese rostro aún infantil que muestra la fotografía, anuncian sin embargo, el devenir alcohólico que viene a “suplir la función que no tuvo Dios”. Como muy bien lo señala la autora: “Ese rostro del alcohol llegó antes que el alcohol. El alcohol lo confirmó”.
Alcohol y escritura se superpondrán así, indefinidamente, en su vida con su viaje a París -porque no sublima el que quiere sino el que puede, ni tampoco la sublimación puede reabsorber todo el empuje de lo real-, allí donde la niña-muchacha logra ahuyentarse del escenario familiar y también de esa misma experiencia sexual, germen de una búsqueda de identidad femenina, imposible.
Sí, es cierto, el amante, la experiencia sexual y la fascinación por el cuerpo femenino, son ventanas esenciales en la trama de una novela novedosa para la época. Sin embargo, quizá, lo más relevante, es la manera en cómo el recuerdo a partir de la mirada perdida de la vejez sobre el rostro infantil, nos ilustra una experiencia en donde el goce de esa relación prohibida, la virginidad perdida y el amor, nos anuncian el sendero de “eso” que escapa a la imagen y a las palabras, y que tiene un nombre: el goce.
No cabe duda que Marguerite Duras sabe, camina en la buena dirección, aunque pienso que, verdaderamente, ese saber no lo conocía.
El amante es uno de esos libros, de infinidad de ventanas, en donde la mirada del lector puede captar diferentes caminos a partir de su propia lectura fantasmática. No puede ser de otra manera.
Aquí, en El amante, parecería que no hay historia, que no hay relato; es el goce mismo el que parece deslizarse entre las palabras y la escansión perpetua que corta inesperadamente la narración. Como en la experiencia analítica.
No obstante, hagamos caso a la autora, y situemos a partir del mismo título, El amante, el marco a través del cual se despliega veladamente el eco de una narración llena de dolor, sufrimiento y goce.
El amante, ¿quién es ese sujeto? Un siervo del padre y del amor –y nada mejor que un chino para este menester— a partir del cual una muchacha despierta y configura la subjetividad femenina, a través de la mirada del cuerpo de otra mujer y del encuentro mismo con el goce. Sólo puede ser así.
No cabe duda que esa relación, que esa experiencia de goce, sirve de trama para mostrar cómo se labra la subjetividad femenina a partir de un escenario familiar completamente atravesado por la cólera de la locura. En este sentido, el estrago materno que infiltra a la niña, el rostro de desesperación o la locura de la madre, nos iluminan un plano del tormento infantil a partir del cual la niña-muchacha intenta abrir las puertas de la feminidad a través de un enigma: ¿Cuál es el misterio de esa pasión sexual que ejercen las mujeres sobre los hombres?
Pasión que ella misma pondrá en juego con su partenaire para encender las puertas del goce.
“Ya estoy advertida. Sé algo. Sé que no son los vestidos lo que hacen a las mujeres más o menos hermosas, ni los tratamientos de belleza, ni el precio de los potingues, ni la rareza, ni el precio de los atavíos. Sé que el problema está en otra parte. No sé dónde. Sólo sé que no está dónde las mujeres creen… Hacer semblante de nada.
Ese faltar de las mujeres a sí mismas ejercida por ellas mismas siempre lo he considerado un error.
No se trataba de atraer el deseo. Estaba en quien lo provocaba o no existía. Existía ya desde la primera mirada o no había existido nunca. Era el entendimiento inmediato de la relación sexual o no era nada. Eso también lo sabía antes del experiment”.
Ese saber, labrado antes de la experiencia sexual con el partenaire amante pero guía para la constitución del semblante femenino, no aporta la solución ni siquiera la felicidad. Tan solo los esbozos de la escritura de un síntoma, y el valor que adquirirá para ella la escritura misma, como instrumento para paliar el dolor de existir.
Es verdad que el personaje, la niña-muchacha, entra en la experiencia sexual motivada por el misterio de una feminidad que atrae a los hombres, y que le comporta un goce; es verdad que hace ese recorrido ahuyentada por las garras de la locura materna; es cierto también que transita por él mismo, alejándose del goce perverso del hermano mayor, cuyo desenlace es ser enterrado tal como había vivido, a solas con la madre, o de la experiencia maternal que para ella ejerce el hermano “pequeño”, cuya muerte, como le sucedería a cualquier madre, le abre también las puertas mismas de la mortalidad. Sin embargo, esa experiencia y ese recorrido por los meandros del amor a partir del escenario edípico dramático, no le abren las puertas del paraíso, aunque le sirva para marcar un punto de separación, acercándole a la complejidad misma que encierra la mascarada femenina a través de la presencia fantasmática de la otra, de la puta…
La mirada triste de la niña, las pequeñas marcas en ese rostro aún infantil que muestra la fotografía, anuncian sin embargo, el devenir alcohólico que viene a “suplir la función que no tuvo Dios”. Como muy bien lo señala la autora: “Ese rostro del alcohol llegó antes que el alcohol. El alcohol lo confirmó”.
Alcohol y escritura se superpondrán así, indefinidamente, en su vida con su viaje a París -porque no sublima el que quiere sino el que puede, ni tampoco la sublimación puede reabsorber todo el empuje de lo real-, allí donde la niña-muchacha logra ahuyentarse del escenario familiar y también de esa misma experiencia sexual, germen de una búsqueda de identidad femenina, imposible.
Sí, es cierto, el amante, la experiencia sexual y la fascinación por el cuerpo femenino, son ventanas esenciales en la trama de una novela novedosa para la época. Sin embargo, quizá, lo más relevante, es la manera en cómo el recuerdo a partir de la mirada perdida de la vejez sobre el rostro infantil, nos ilustra una experiencia en donde el goce de esa relación prohibida, la virginidad perdida y el amor, nos anuncian el sendero de “eso” que escapa a la imagen y a las palabras, y que tiene un nombre: el goce.
No cabe duda que Marguerite Duras sabe, camina en la buena dirección, aunque pienso que, verdaderamente, ese saber no lo conocía.
Fuente: http://liter-a-tulia.blogspot.com
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Foto: Daniel (http://www.diariodeleon.es)