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El inicio del nuevo curso nos trae viejas cuestiones relativas a la autoridad. Jóvenes que desafían a policías o amenazan a profesores suscitan reacciones diversas. Desde los nostálgicos de la disciplina victoriana hasta los bienintencionados creyentes en las promesas de las nuevas tecnologías como solución mágica a los problemas educativos.
Lo cierto es que algo insiste como sintomático y es que, efectivamente, nuestros adolescentes obedecen menos y lo hacen además de otras maneras. Obedecer, y sobre todo consentir a las propuestas del otro, exige la creencia previa en ese otro. Una creencia que ya no se genera a partir de los discursos y las buenas intenciones, sino de los hechos y prácticas de estos adultos. Ese otro hoy se presenta más que nunca desnudo y mostrando su inconsistencia, su falta como rasgo consustancial. ¿Acaso alguien conoció a un padre perfecto, un maestro ejemplar o un marido sin tacha?
El velo que proporcionaba el poder, asociado al cargo de la autoridad competente, nos despistaba sobre la verdadera naturaleza de ese otro. Los jóvenes de hoy se engañan menos, saben que la distancia real entre sus progenitores y los padres Simpsons, es mucho menor que la existente entre esos mismos padres y los ideales de perfección y buenas prácticas que nos autoproponemos como canon de la paternidad actual.
Los adolescentes, más que nadie, necesitan una orientación que los ayude a regular sus tensiones, entre ellas las que sus nuevos cuerpos sexuados les originan constantemente. Para ello quieren que los adultos de proximidad (padres, educadores) estén bien despiertos y por eso no dudan en hacer cualquier cosa para quitarles el sueño. A veces incluso equivocan el destinatario de sus mensajes, fenómeno que las madres conocen bien cuando reciben los reproches que no van dirigidos sino a ellos y ellas mismas por el odio que sienten por sus faltas y temores.
¿Cómo proporcionarles esa orientación, a modo de brújula, más que como protocolo fijo? Por el retorno al castigo clásico no parece muy viable, entre otras cosas porque el castigo se basaba en su función ejemplificadora y en la extracción de sus consecuencias. No parece que los propios adultos extraigamos demasiado de nuestros propios errores como para ser ejemplos creíbles de las nuevas generaciones de jóvenes.
¿Apabullándolos con las nuevas tecnologías? No hay que renunciar a ellas, pero nunca una máquina, ni siquiera los sofisticados GPS, nos llevó a allí donde nosotros no decidimos, previamente, ir.
Nos queda lo que siempre estuvo en el corazón del ser humano, la única garantía posible de esa auctorictas (de autor): la invención, guiada por el deseo, de encontrar respuestas a nuestras preguntas acerca de lo fundamental: el saber, las relaciones personales, la satisfacción, el cuerpo, la muerte... ¿Cómo podría un profesor de historia transmitir un deseo por las civilizaciones si no estuviera él mismo apasionado por todas esas cuestiones?
Los cuerpos adolescentes, frente a frente, en el aula o en la familia, nos angustian porque nos recuerdan lo inacabado de cada uno de nosotros, aquello que en cada uno desborda la palabra y la comprensión, la culpa de existir como seres en falta. No busquemos el alivio demasiado rápido, soportemos en conversación con los otros ese malestar, y es posible que ese ejemplo sirva a nuestros adolescentes como signo de autoridad, como índice de lo que cada uno debe tolerar de su falta de completitud.
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