Gioconda Belli, poeta y novelista |
En este siglo XXI, frente a retos que ni Marx ni Adam Smith jamás pudieron haber imaginado, no cesa de asombrarme el empecinamiento de quienes, como antiguos Cruzados, sacan espadas dispuestos a combatir a los “infieles” como si las teorías económicas fuesen infalibles textos sagrados. En nada se diferencian de los Inquisidores que inventaban argumentos absurdos para probar las herejías de los pobres cristianos y quemarlos en sus Autos de Fe. Pero la misma razón humana que ha cuestionado la existencia de Dios debería hacer que no nos tiemble el pulso para cuestionar las teorías de los hombres.
Me atrevo entonces a afirmar que tanto el capitalismo como el socialismo han fracasado en su intento de conducirnos a la tierra prometida de igualdad, fraternidad y libertad. Tan trágicos son los explotados mineros cubiertos de lodo de las Minas de Loma Panda en Brasil, como los balseros cubanos, arriesgando sus vidas sobre endebles barquitos en los que esperan alcanzar la supuesta prosperidad en Estados Unidos.
Mientras el capitalismo endiosó el dinero y cosificó al hombre, el socialismo endiosó al partido y sacrificó a los individuos en el altar de su peculiar concepto de pueblo.
El sistema capitalista, a pesar de las predicciones teóricas que anunciaron su destrucción a partir de la rebelión de las masas explotadas, pareció resistir hasta ahora sus contradicciones internas con más éxito que el sistema socialista. La razón de esto, según algunos estudiosos, se debe a una mayor coincidencia entre su modo de operar y la psicología libertaria e individualista del ser humano. Mientras el socialismo cifró sus esperanzas de éxito en la conducción de vanguardias ilustradas organizadas en todopoderosos partidos, el capitalismo sostuvo su ideología sobre conceptos tales como la libertad individual, el libre mercado, la libre empresa. Si bien en ambos sistemas la construcción del concepto de libertad estuvo determinada por la conveniencia del sistema mismo, en la práctica el capitalismo logró una ilusión de libertad más exitosa que la del socialismo. Antonio Gramsci sostenía que sin un cambio ideológico profundo las revoluciones serían rechazadas por el mismo pueblo que pretendían beneficiar. Él apuntaba que la crítica y el debate intelectual eran esenciales para la reproducción de la ideología. En el socialismo, como se practicó en los países del Este y en la URSS, el debate, la crítica y los intelectuales se contaron entre las primeras víctimas de la autoridad partidaria. En su lugar se crearon burocracias encargadas de la agitación y propaganda, cuyos intentos de crear conciencia a través de consignas y cartillas, fracasaron estrepitosamente. En el capitalismo, en cambio, el debate y la crítica, si bien sufrieron restricciones y amenazas (como en la era de McCarthy, por ejemplo, en Estados Unidos), en general mantuvieron su dinamismo, de manera que la defensa del sistema se interiorizó dentro del sistema mismo. Sin necesidad de aparatos profesionales, la ideología se reprodujo de tal manera que derivó incluso en una “mitología” capaz de trascender barreras culturales de lo más diversas. La ideología capitalista se globalizó mientras el socialismo sufría una estigmatización que redujo su área de influencia a minorías radicalizadas, o que obligó a variar sus connotaciones semánticas negativas y sus presupuestos proponiendo nuevos códigos o combinaciones, tales como social-democracia, social-cristianismo, o socialismo del siglo XXI.
Si el socialismo fracasó en su valoración de que la satisfacción de las necesidades materiales sobrepasaba la valoración humana de la libertad como un componente esencial de la felicidad, el capitalismo ha fracasado en su tesis de que la irrestricta libertad en la producción, comercialización y distribución de bienes materiales era el camino para lograr ser feliz.
Ambos sistemas, por otro lado, han sido corresponsables de la depredación gigantesca de los recursos naturales y de la contaminación feroz de nuestro planeta. Ambos sistemas han generado cruentas guerras, rivalidades tribales, corrupción, hambrunas, mortandad y nos han llevado, en la actualidad, a un atolladero dramático de nuestras posibilidades de sobrevivencia como especie.
Ahora bien, si la crisis del socialismo representó el fin de la Unión Soviética y el reacomodo de las contradicciones a nivel mundial (incluyendo el surgimiento del fundamentalismo islamista, cuya versión armada surgió con los muhayadin en la ocupación soviética de Afganistán), ¿qué podemos esperar de la actual crisis del capitalismo? Es interesante anotar, para los dogmáticos, que esta crisis, la mayor del capitalismo en la historia moderna, no ha surgido de rebeliones de masas o revoluciones, sino como producto del sistema mismo, de su excesiva avaricia. Y esta realidad plantea otra interrogante fundamental: si la lucha de clases no es el factor determinante en las crisis del capitalismo, ¿es ésta su contradicción fundamental? Porque la realidad demuestra que las revoluciones del siglo XX han sido más bien luchas libertarias llevadas a cabo por grandes coaliciones de clase, de modo que la experiencia está indicando que las rebeliones efectivas tienen su origen en la pérdida de libertad y la represión, más que en los factores económicos. Éste es un importante factor a analizar en el enfoque teórico, que sobrevalora la objetividad economicista, en detrimento de los factores subjetivos que impulsan fenómenos sociales.
Objetivamente, por ejemplo, el remedio que se ha aplicado en la crisis actual del capitalismo en Estados Unidos, con la intervención del estado en los sectores financieros e industrias claves podría, bajo un análisis economicista puro, apuntar a la configuración de un modelo pre-socialista, en cuanto que el capitalismo de estado, según Lenin, representaba el estadio perfecto para transitar al socialismo. Pero, ¿podemos esperar un resultado semejante en EU? En este contexto, ¿podría el factor subjetivo facilitado por la llegada de Barack Obama a la presidencia de ese país hacer que se produzca un giro de tal magnitud que genere una suerte de sistema-síntesis del capitalismo y el socialismo? La posibilidad de un desarrollo de esta naturaleza no deja de ser, sin embargo, una ilusión de mi natural optimista. Ahora bien, si el imperialismo es la fase superior del capitalismo y éste está en crisis, la crisis es una crisis del imperialismo. Fareed Zakaria en el último número de Newsweek, afirma “el verdadero problema que enfrentamos hoy no es una crisis del capitalismo, sino una crisis de la globalización”. Técnicamente, la exportación de capitales, de influencias y productos, ya no sólo proviene de Estados Unidos, sino de China (aunque representa un quinto de la economía de Estados Unidos) y hasta podríamos hablar de un “imperialismo” venezolano, pues el suministro de bienes y servicios de este país también implica una cuota de dependencia política y la inserción dentro de una estructura supranacional que tiene un costo para nuestra soberanía. Y ésta es la otra gran pregunta que desafía el legado teórico de los clásicos marxistas: en un mundo global, de economías entrelazadas, ¿hay soluciones locales? ¿Qué representa una soberanía territorial que no puede ejercerse sin endeudamiento externo, sin compromisos financieros y políticos? Si los problemas son globales, ¿cómo darles soluciones globales? ¿No sería acaso más benigno para el ancho mundo que ocupamos el dotar a las Naciones Unidas de una nueva estructura capaz de actuar en consenso y de ser un cuerpo verdaderamente representativo? ¿O es que la única solución para la crisis global sea el retorno a las tribus, el nacionalismo fundamentalista que propone el extremismo religioso representado por Al Qaida o los Talibanes?
Como decía al principio, ni
Marx ni Adam Smith tienen la solución para los problemas actuales. De allí que sea justo y necesario dejar de recitar las soluciones clásicas y pretender aplicarlas mecánicamente a las realidades de hoy. Parece que sufrimos una crisis de imaginación y en países como el nuestro ésta sea quizás la más grave. No hay que perder de vista que el objetivo no es defender un conjunto de ideas, sino alcanzar la igualdad en un sistema ético, armónico y favorable a la vida y al desarrollo del potencial de cada persona. ¿Por qué aferrarnos a definiciones sistémicas, como si sólo dentro de uno de estos sistemas estuviese nuestra salvación? Yo propongo un nuevo sistema: el felicismo, el que persiga la felicidad. Los reto a definirlo.
Vale más reflexionar que escudar la incapacidad de evolucionar ideológicamente tras confrontaciones artificiales, clasistas de mentira. Sigmund Freud decía que la civilización empezaba cuando un hombre enojado decidía usar sus palabras en vez de lanzar piedras. A ver cuando empezamos a ser civilizados.
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