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El principio de incertidumbre es una teoría física establecida por el científico Heisenberg, quien al querer determinar la posición de las partículas subatómicas que forman un átomo, descubrió que al ser tan pequeñas, un solo fotón de luz las hace cambiar de posición apenas las toca, es decir, en el preciso instante de medir su posición, ésta se alteraría, por lo que demostró que no nos será posible idear un método para localizar la posición de la partícula subatómica mientras no estemos dispuestos a aceptar la incertidumbre absoluta respecto a su posición exacta.
Gustavo Dessal con su “Principio de incertidumbre”, con su libro, nos adentra en un universo humano a través de insignificantes partículas, y al leerlo nos convierte en parte de él sin saber muy bien si queremos aceptar la incertidumbre respecto a nuestra posición exacta en lo que nos cuenta.
Leí este libro porque lo había escrito Gustavo Dessal, es decir el autor de “Operación Afrodita” y “Mas líbranos del bien”, y les aseguro para quienes no le conozcan aún, que los libros de Gustavo son garantía de una excelente literatura y… algo más. Añaden un plus, una marca que se inscribe en la piel y en la que lees un sentido nuevo cada vez que tratas de interpretarla, una plusvalía que se añade al placer de la lectura de un buen libro, y que pocos consiguen.
En el universo de “Principio de incertidumbre” se entra fácil, porque su estilo te atrapa, te conquista y te dejas envolver, aunque lo que te cuente sea brutal, directo y sin concesiones, como el mismo relator dice, “sin preámbulos”: sexo y muerte, los dos grandes enigmas del ser humano, alrededor de los cuales nos pasamos la vida girando sin tener nunca la certidumbre de nuestra posición.
No es un ensayo sobre el concepto, o una filosofía sobre sus causas, -aunque se escriba desde un conocimiento profundo y exhaustivo de lo que orienta la experiencia humana-, es una historia encarnada en el uno por uno, que convierte a cada elemento en un ser único y singular. Porque a cada personaje los hace entregarnos su libra de carne, que en definitiva es lo que convierte a cada partícula en un universo propio. Propio y opaco, donde el sufrimiento, la satisfacción, el goce en definitiva, tiene cuerpo pero no se deja atrapar en su significado, un goce que es sentido en el cuerpo pero que se muestra como sin-sentido. Nos lo dice expresamente en una de sus páginas, el autor, -que no hay que olvidar que es psicoanalista-, nos hace saber que la significación con la que construimos nuestra vida pasa primero por “las memorias con las que estamos dotados, la de la punta de la lengua, la que tenemos debajo de las aletas de la nariz, la que yace enroscada en el pabellón de las orejas, la que todo lo guarda detrás de las pupilas, la que se esconde en los poros de la piel desnuda”.
Nos va a hablar de la pulsión de muerte en toda su crudeza pero con una poética deslumbrante.
En los hechos nos introduce un narrador, inteligente porque nos abre el camino bordeando lo innombrable con palabras, y lo presenta de entrada: Sexo y muerte en su variante más obscena: un espectáculo televisivo, que ofrece a la mirada de los telespectadores mientras se retuercen en sus sillones de asco y excitación, la escena de una atractiva modelo masturbando a un cerdo, y por otro lado, la noticia del asesinato de dos mujeres.
Este narrador conoce a los protagonistas de los sucesos, aunque no le afectan directamente, por lo que su relato nos introduce en sus vidas sin dramatismo y con un esmerado manejo del lenguaje, haciéndote partícipe de una historia que ya no quieres dejar de leer.
Pero los personajes no se conforman con ser contados y toman la palabra.
Sin esperarlo, Mark, el novio de una de esas dos mujeres asesinadas, se introduce en la narración, y el relator se convierte en oyente, escucha con nosotros a este hombre, víctima de los hechos y a la vez, -o quizás por ello-, aplastado por la culpa. Mark, tras la muerte de su novia, había estado 10 años desaparecido, tirando su identidad a la basura y convirtiéndose en un ser errante porque estaba “convencido de que le había sucedido lo más atroz que puede sucederle a un ser humano…, torturado por una herida que en lugar de cerrarse se hacía más profunda y lacerante, un daño que parecía tan justificado e imposible de cuestionar como una ley de la naturaleza, tan lógico y puro como un acto reflejo”.
Ha vuelto después de todo este tiempo, para contar sus descubrimientos, que sólo son posibles cuando la certidumbre de su dolor se desvanece, nos dice: “Una noche, cuando creía hallarme en el límite –y no importa demasiado el sentido que ahora puedo querer darle a ese sentimiento, el límite de mis fuerzas, de la locura o del odio-, de pronto me di cuenta de que no tenía la menor idea de qué era lo que provocaba mi dolor” (…) “ la idea de que entre el suplicio que me desgarraba y la muerte de la mujer que había amado no existía la conexión que yo creía, y el hecho de pensarlo así, de una forma impetuosa –no el fruto de una meditación sino más bien un deslumbramiento, una sacudida súbita en una mente que ya se había habituado a convivir con la desesperanza- no sólo me llenó de perplejidad, sino que hizo fermentar en mí un estado de ánimo enteramente nuevo”.
El narrador expresa muy bien lo que ocurre cuando te encuentras con Mark, con su relato: “al abrirte la puerta a su desesperada intimidad nos envuelve en una minúscula burbuja que nos va aislando en una atmósfera fúnebre y asfixiante”. El relato de Mark te atrapa, y con él no es que no quieras dejar de leer, es que no puedes dejar de hacerlo, pero éste sí duele porque es de una lucidez que hiere.
Va descubriendo que la verdad del suplicio que le desgarra se escondía tras “una desmesurada inflación de la culpa que no le dejaba percibir lo único por lo que merecía una condena a muerte” y “que el pasado es lo único indestructible que nos queda cuando suponemos que todo se ha hecho pedazos” .
El recorrido por el que nos lleva este personaje no es lineal, se desvía, da rodeos, a veces se pierde para luego reencontrar lo que no quiere ver, al estilo de una experiencia psicoanalítica, hasta que se produce una contingencia, un deslumbramiento que lejos de cegarle, le confronta con lo que no ha querido mirar, con lo que le ha mantenido ciego y a la vez ha sido su luz como destino. Una luz que causa su deseo pero que le oculta el horror que se esconde tras ella.
La luz que, reflejada en el rostro de una mujer la convierte en su amada, es el destello en la memoria de aquella tórrida e inusual tarde de verano, en la que la luz del sol reveló lo monstruoso en su forma más siniestra . Una luz y una palabra no dicha que fijan a Mark a un goce opaco.
Cada capítulo en el que este hombre toma la palabra es una joya, un regalo… a veces envenenado. Su belleza narrativa, su capacidad para alimentar nuestra mirada es una obra de arte, como el cuadro que nos describe tan vívidamente que al leerlo se puede ver. Un objeto bello que atrae nuestra mirada para fascinarnos con el horror de la maldad. Un cuadro que convierte al que lo mira en objeto mirado, y el autor, apenas entrevisto tras un velo oleoso, te mira mirar.
Fuera de esa minúscula burbuja otras partículas van girando, y en su movimiento se entrecruzan, tejiendo la historia. Una historia que sin embargo, no los funde.
Quizás por eso, cada capítulo tiene vida propia.
Diferentes culpas y diferentes castigos, diferentes universos contrapuestos. Diferentes personajes asfixiados en su burbuja sin poder librarse de su pasado, convirtiéndose en la contrafigura de lo que deseaban ser.
Diferentes culpas y diferentes castigos, diferentes universos contrapuestos. Diferentes personajes asfixiados en su burbuja sin poder librarse de su pasado, convirtiéndose en la contrafigura de lo que deseaban ser.
Aunque no todos. El cliente del hotel Printz Albert tiene la costumbre de no acordarse de nada. El se libra de la culpa y del castigo, él no está cautivo entre las redes de la pasión, ni es víctima de la ceguera de la ambición. Al contrario, para él, la satisfacción por un trabajo perfecto es un asunto de relajación y medida. Es la maldad en estado puro.
Para finalizar, Gustavo Dessal sí ha conseguido idear un método para localizar cada una de las partículas de este universo que él ha creado situándolo en esta época de la civilización, y en el que nos ha adentrado, obligándonos a aceptar la incertidumbre respecto a la posición exacta de cada una de ellas en la historia, porque cuando hemos creído determinar el lugar que ocupaban, ya no estaban allí donde las esperábamos, el sentido se nos fuga, porque la verdad cuando se muestra, se esconde.
Tampoco nuestra posición es la misma cuando llegamos al final del libro. Al contrario que el narrador, uno sí tiene cambios y novedades que comunicar.
Fuente: blogelp.com