Carl Gustav Jung y Sigmund Freud.
Sexo, mentiras y discos de gramófono. Mientras David Cronenberg juega a descubrirnos la diferencia entre sexo oral y sexo hablado, la inquietud se adueña del cinéfilo: ¿es éste nuestro Cronenberg o nos lo han cambiado? Es hora de que el crítico trate infructuosamente de poner orden. Sembrando más desconcierto: ¿de qué Cronenberg hablamos? En esta terapia más peligrosa que Billy Crystal y De Niro, encontramos al Cronenberg extremo. Ojo, el del OTRO extremo. Nada de Crash, ni de eXistenZ, ni siquiera de Spider, olvidémonos por supuesto de La mosca.
Ni siquiera ha adoptado el aire de falsa calma chicha de Una historia de violencia y Promesas del Este. Poco hay de aquella inquietud tramposa (excepto quizá Vincent Cassel), basada en una dirección clasicista, que hacía que muchos críticos de Cronenberg, los que le habían llamado raro como si fuese un insulto, pensasen que había visto la luz: ya hacía cine ortodoxo. O eso pensaban ellos. Entonces llega el cineasta canadiense y aprieta el paso para descolocar incluso a los que estaban encantados con ese director extraño al que por fin se le entendía todo. Más pretendidamente convencional todavía, va el tipo y adapta una obra de teatro que firmaría James Ivory, pero sin preocuparse del lado de la mesa en el que va el plato de la mantequilla. Y si el detallismo manierista no está a la altura del servicio de Lo que queda del día, es porque las palabras empiezan a adueñarse de todo el espacio hasta que ni siquiera importa si estamos en Zúrich, en Viena, en el puerto de NY o en casa recibiendo cartas a estilográfica. Al revés que en aquellas películas formalistas, aquí nadie se guarda nada.
Y empiezan a surgir nuevas dudas: es un Cronenberg tan normal que es aún más raro. Como si él mismo se hubiese sometido a la terapia de su película y contuviese el volcán, liberado de su interés estético. Al principio nos despista con las apariencias y un curioso Michael Fassbender, que ofrece un Carl Gustav Jung casero, goloso reprimido (¿hay algún dulce que no pruebe?) y monógamo, mientras Keira Knightley sigue el camino inverso: empieza dando miedo en una apoteosis del mohín que deja paso a una recomposición total de su personaje. Eso es cuando el Freud de Viggo Mortensen ya ha echado sal a este huevo que no estaba tan recocido.
¿El sexo lo es todo? Pues sí, pero tampoco, observa Cronenberg entre guiños que explican además el futuro de los judíos. La conversación se eleva más allá de la terapia individual de un cineasta que nos turba a plena luz del día, con la palabra, sino a una terapia colectiva que arrasará al espectador más incauto: sólo al final se acercan las posturas sobre el sexo y la muerte de los dos genios de la psicoterapia con un fundido a negro. El que nos espera a todos. Avisados quedamos.?
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