Lo que resulta más fascinante de la literatura de Cortázar es la superposición de los espacios, de los tiempos, la extrañeza de tantas palabras, la convivencia del sentido y el sinsentido, así como la sensación de un tránsito casi imperceptible de unos lugares a otros, tantas veces sin estridencias, sin grandes sobresaltos, sin grandes conmociones, como si la cosa fuese, naturalmente, humana, otras veces tránsitos verdaderamente angustiosos como ocurre en el relato que hoy nos ocupa. Sin duda, para Cortázar, la realidad sobrecargada de límites y de sentido resulta prosaica y dice poco, de manera que, como tantos otros precursores literarios del ser, encuentra en lo poético el verdadero topos en el que el hombre puede ser, o si no, no será.
Cortázar es una de las voces privilegiadas por lo poético. No en el sentido del verso, no en el sentido del género poético, sino en sentido heideggeriano, considerando que su palabra está escrita para fracturar la lógica gramatical, la lógica del lenguaje, como único modo de alcanzar un lugar que nunca se elude en sus relatos, esa dimensión en la que el ser humano ya no es el de las consistencias, el de las realidades convencionales y de la conciencia, sino que soporta su evanescencia, el vacío del ser, ese agujero sobre el que las letras no pueden sino saber que juegan para escribir, siempre, palabras extrañas como un invento, rayuelas, palíndromos, cronopios, conejitos vomitados, sueños tan irreales como la vida misma, bestiarios sin miedo, constituyendo todo ello la aceptación del misterio que habla en nosotros: el lenguaje...
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