Es una suerte que gracias a este ingenio cibernético yo pueda acercarme esta tarde a todos vosotros, y no dejar de participar en nuestro encuentro mensual.
Más allá de las obras que las contienen, existen escenas en la historia de la literatura que por sí mismas poseen una fuerza y una elocuencia que las convierten en paradigmas imperecederos, momentos donde la verdad nos deja sin aliento. Evoco aquí, a propósito de esta pequeña novela que hoy nos convoca, el instante que pertenece a otra, cuando Robinson Crusoe, amalgamado a su resignada soledad, descubre la pisada de Viernes, el inequívoco signo de una presencia que no había contemplado.
Muchas son las páginas que se han dedicado a esta escena, que reúne con gran intensidad dramática algo que el sentido común nos presenta como una experiencia natural y corriente, y que sin embargo está cargada de múltiples vivencias encontradas, complejas líneas de fuerza que se atraen y se repelen, creando una tensión por siempre latente y de inacabada resolución. Querríamos creer que la vivencia del semejante es un hecho sencillo y feliz, como si la Naturaleza o la Providencia nos hubiesen dotado de una tendencia consustancial a la idea del prójimo, de la comunión armónica de los hombres. Bien sabemos que tal ilusión es de inmediato derribada por la observación real de que nada nos predestina a un buen entendimiento y que, por el contrario, la aceptación de la existencia del otro es un hecho que nos conmueve en la raíz misma de nuestro ser. Los celos, esa pasión que abarca el amplio espectro de la comicidad y la tragedia, tienen allí su origen, en esa vivencia de intrusión a la que todo ser humano se confronta...
Más allá de las obras que las contienen, existen escenas en la historia de la literatura que por sí mismas poseen una fuerza y una elocuencia que las convierten en paradigmas imperecederos, momentos donde la verdad nos deja sin aliento. Evoco aquí, a propósito de esta pequeña novela que hoy nos convoca, el instante que pertenece a otra, cuando Robinson Crusoe, amalgamado a su resignada soledad, descubre la pisada de Viernes, el inequívoco signo de una presencia que no había contemplado.
Muchas son las páginas que se han dedicado a esta escena, que reúne con gran intensidad dramática algo que el sentido común nos presenta como una experiencia natural y corriente, y que sin embargo está cargada de múltiples vivencias encontradas, complejas líneas de fuerza que se atraen y se repelen, creando una tensión por siempre latente y de inacabada resolución. Querríamos creer que la vivencia del semejante es un hecho sencillo y feliz, como si la Naturaleza o la Providencia nos hubiesen dotado de una tendencia consustancial a la idea del prójimo, de la comunión armónica de los hombres. Bien sabemos que tal ilusión es de inmediato derribada por la observación real de que nada nos predestina a un buen entendimiento y que, por el contrario, la aceptación de la existencia del otro es un hecho que nos conmueve en la raíz misma de nuestro ser. Los celos, esa pasión que abarca el amplio espectro de la comicidad y la tragedia, tienen allí su origen, en esa vivencia de intrusión a la que todo ser humano se confronta...
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