Con cara de ingenuo y de no haber roto un plato, Ponto nos mira desde la portada. –Tienes razón, fue así –dice–: la niña esa me molestaba y me la quité de delante, era lógico, o ¿es que los humanos no hacéis lo mismo a todas horas persiguiendo vuestro deseo, vuestros más íntimos deseos?
Sólo faltan estas palabras en la obra de Zweig para completar ese cuento, a medias fábula, donde un animal toma la forma humana del deseo y lo lleva hasta sus últimas consecuencias. Inteligentísimo Zweig, imaginativo, envolvente, relato ameno y bien articulado en presentación, nudo y desenlace, no deja resquicios para que, leyéndolo de un tirón, como han de leerse los cuentos, encontremos todo tan verosímil y posible como para cumplir con la obligación de prevenirnos, en este caso, sobre la astucia y la maldad.
Y hablando de maldad, nos encontramos con una forma de razonar que no es la debida, porque en un cuento no hemos de pararnos nunca a analizar si tiene elementos absurdos, o si una circunstancia es rara, como lo fue que el perro estuviese suelto o que los padres, cuidadosos en todo, dejen solo el carrito con la niña, o cosas así. El cuento ha de leerse de corrido para permitir, de antemano, que cumpla en nosotros con la función que le ha sido encomendada que es, la de advertirnos de cosas que pueden pasar, de todo lo posible que pueda darse en la vida, y dejarlo ahí, en nuestras cabezas, como un conocimiento que, sin duda, de no ser por haber escuchado esa narración, tardaríamos mucho en adquirir, y sería difícil de ver. Y es en esta enseñanza donde radica el meollo de la cuestión haciendo una fuerte llamada a nuestro inconsciente con la siguiente pregunta: ¿Hay maldad en esa actuación que acaba con la vida de una niña, o solo se ha seguido aquí la secuencia lógica de un deseo?
Difícil nos lo pone Zweig al poner este acto de muerte entre las manos-patas de un perro que, como en toda fábula, nos habla de nosotros mismos, pero sin apelar, de ningún modo, ni a la razón, ni a las leyes humanas, ni a nada. Deseo puro, lógica secuencia del que no ha de razonar, puro egoísmo o tal vez, lo que podríamos llamar deseo-necesidad, necesidad absoluta de ser felices. Y nada más, para decirnos que esa manera ingenua de mirarnos existe ya desde detrás de unos ojos que siguen sin entender, primero, porque se le aparta de sus satisfacciones diarias para dárselas a otro, y, segundo, por qué no resolver el problema directamente sin más vueltas. Si lo primero es comprensible desde nuestro punto de vista, véase el caso de tantos hermanos destronados, no lo es lo segundo. Pero ese sería el punto de vista desde un correcto discurrir, y discurrir adulto. Y no caigamos en la tentación de analizar cómo fue educado y admitido ese perro en aquella casa donde el dueño, desquiciado de lo real, parece actuar sin una lógica que contenga en sí misma una cierta medida, porque esto se da en la vida, sí, la vida absurda que a veces envuelve, tapa y justifica el crecimiento de un deseo absurdo también en nuestras vidas. Pero Zweig, que con esto nos habla de lo humano exterior y anterior al deseo, no pretende justificar ni explicar nada, sino solamente dejar constancia de todo lo que ocurre. Y eso es lo más inquietante del cuento.
Animales de fábula, cuentos, inquietantes cuentos sobre seres humanos mezclados, como en este caso, con animales que comparten con nosotros mucho más que un espacio doméstico. Y tal vez sea esa la mezcla difícil para convivir, humano y animal cercanos, en la misma patria, en el mismo pueblo, en la misma casa, o bien humano y animal dentro del mismo cuerpo que habitamos, a veces, sin darnos cuenta de que es así, aunque esta convivencia se lleve por recorridos separados que parecen disimular una unión inexplicable y cierta, y que con mirada clara intentan hacerse perdonar, o hacerse entender por los que desde fuera nos miran con la duda, con la misma duda de Bettsy, la narradora, a la que su marido decía que juzgaba las cosas con demasiada precipitación.
13 nov 2010 (181)
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