Comentario de Miguel Alonso:
Habiéndole escuchado a Alberto el comentario de Marai en el que sostenía que estamos ante una de las novelas más importantes escrita sobre la ocupación soviética de Hungría, uno se siente desamparado y siente vértigo ante lo que va a decir, pues va en sentido contrario a lo expresado por Marai. A mi el relato me parece un auténtico despropósito literario, lo cual me hace dudar hasta de la existencia de ese diario.
Cuando un lector aborda este tipo de literatura, se sitúa con una predisposición especial, pues conoce, de antemano, los horrendos acontecimientos acaecidos durante la segunda guerra mundial. Da por supuesto el atroz sufrimiento, el dolor fuera de todo tiempo, la angustia y la muerte. Todo ello aparece reflejado en la obra que hoy analizamos. Sabe, asimismo, del heroísmo que supuso soportar ese destiempo que atrapó a los individuos en un abismo espacial. No se duda, en principio, ni de la sinceridad de la voz autorial, ni de la sinceridad del relato. Pero una crónica de hechos reales, por sí mismo, no crea literatura. Convertir esas vivencias en literatura exige una invención retórica que sea capaz de, además de hacerlos creíbles, proyectar los sentimientos, las sensaciones, los afectos angustiosos, hacia el ánimo del lector, para conmoverlo y, de esa manera, posibilitar algún tipo de identificación con los personajes. En este sentido, Tengo 15 años y no quiero morir está tan plagado de incongruencias, que acaban difuminándose, en gran medida, los efectos que debería de producir, lo cual me impide situarla dentro del estatus de buena literatura.
Son diversos los lugares en los que quiero justificar esta opinión.
No me parece del todo justificable aceptar la sugerencia que se nos hace en la nota de la contraportada, la de agarrarse al argumento de que la novela es obra de una ingenua adolescente, pues la novela es posterior, en casi diez años, al diario que se dice escrito durante el cautiverio –por cierto, sólo en la segunda parte, casi al final del relato, se hace referencia a la escritura de ese diario, y nunca en la parte del cautiverio, lo cual no favorece creer en su existencia—. Es decir, quien lo convierte en novela ya no es la adolescente ingenua, sino alguien con unos años más de experiencia para haberse tomado el trabajo de cuidar el lenguaje de una escritura espontánea como la de un diario, y ofrecer un lenguaje que, aun conservando su esencia de adolescente, hiciese más creíble la situación vivida.
Y es que el comienzo del relato produce una extraordinaria decepción literaria. El lenguaje es utilizado sin el más mínimo cuidado, de forma caótica, disolviendo, así, los efectos que podrían conmocionar a los lectores. La palabra “enterrados”, que pretende situar al lector e informarlo acerca de la posición en que se encuentran los personajes, encierra una potencia literaria que, efectivamente, se amplía con la frase “no sabíamos cuando era de día y cuando de noche”. Pero esta construcción, sin tiempo y sin espacio, pierde toda su fuerza de inmediato y se derrumba. A su lado, casi rozándose unas palabras con otras, podemos leer: “casi había anochecido”; “que llegara Pista durante aquella tarde”; “Pista llegó al anochecer”, “Pista salió al amanecer”; “el reloj seguía marcando las horas”; “Los tres primeros días pasaron deprisa”; Y más adelante: “A los alemanes los observábamos desde la entrada del sótano” (25) (57); “ese cañoncito montado sobre un camión” (10); “la ciudad ardía a su alrededor” (11); “el tragaluz por el que habitualmente se filtraba una pálida claridad” (27); “íbamos a buscar agua a la calle Canard”. Y para rematar la cuestión leemos en la página 45: “... a la mañana siguiente se celebraría misa en nuestro sótano. (Se hacía verdaderamente extraño oír esas palabras: mañana, tarde, noche, pues en la oscuridad perpetua del sótano... el único punto fijo era el bombardeo nocturno..., ha nevado durante la noche...”. Verdaderamente, no es extraño oír las palabras mañana, tarde o noche, las está pronunciando continuamente, desde el principio hasta el final del cautiverio en el sótano, como si supiera, todo el tiempo, cuando amanece y cuando se pone el sol.
Es imposible sentir la lobreguez de un enterramiento, y en ningún momento tenemos la sensación de que los personajes estén apartados del fragor de la batalla, sino más bien, parece que son espectadores directos de los acontecimientos. Se dejaban ver, cualquiera entraba de improviso en su enterramiento, no se resguardaban del contacto con los soldados (57), hablaban con ellos, iban en procesión a buscar agua, salían del sótano para contemplar los destrozos de la guerra.
Por otro lado, la entrada de Pista es de una frialdad y de una simpleza insuperable. “Buenas noches, les deseo buenas noches”. Silbando, como Pedro por su casa, cuando, en realidad, suponemos que llega a un lugar recóndito, a un lugar en el que los protagonistas están “enterrados”, separados y preservados del mundo. Todo lo que se escribe desvirtúa la extraterritorialidad y el efecto de la palabra “enterrados”. Y mayor aún es la simpleza del diálogo –como casi todos los que suceden en el relato— que en dos palabras sella la amistad con un desconocido en medio de una guerra terrible:
“. ¿Quién es usted?
. Istvan Nagy del condado de Somogy.
. Esta presentación selló nuestra amistad”.
Ni más ni menos.
Además, Pista tiene el privilegio de ser el personaje que ocupa la primera frase que introduce a la lectura, lo cual no suele carecer de importancia en un relato. Si es el salvador, tal como se le nombra, su pasaje efímero por el texto –muere en la página 51— no parece justificar, ni esa posición de privilegio que supone encabezar el relato, ni el calificativo de salvador. Es un personaje del que no conservamos, al final de la lectura, ningún recuerdo trascendente pese a que la autora trata de rescatarlo en su recuerdo durante la huída, eso sí, otra vez como “salvador”.
En cuanto al título, si se supone que forma parte de la novela, sus connotaciones sugieren una promesa de intensidad que se ve defraudada. En lugar de orientarnos, lo único que consigue es desorientarnos y desenfocar el relato. No existe una trama alrededor de él, se significa como una simple queja que se esparce discontinuamente por escasas líneas de alguna de las páginas, queja que se procura disolver en escenarios moralistas de esencia cristiana, en la petición de escucha al sacerdote correspondiente y en la oración, evitando cualquier tipo de reflexión ética al respecto. Religión y muerte se sitúan, así, en el mismo plano.
Lo religioso está tratado de una forma harto conocida y tópica. El moralismo cristiano, consolador, como testimonio de un orden celestial más allá de la barbarie terrenal, atraviesa toda la novela, desde que aparece el “salvador” Pista, que en la cena, haciendo gala del calificativo, “cortó doce partes iguales de su pan y de su tocino...” y “El alimento se deshacía en el hueco de nuestras bocas...”, pasando por esa especie de Judas que lo llama desertor, hasta llegar a la confesión con el padre en una iglesia que está ubicada, de forma perenne, en el pensamiento de la autora. Y un detalle resulta sospechoso, que sólo sean ella y sus padres, quienes encarnan los preceptos cristianos sin apenas fisuras. Todos los demás personajes son un poco malos, y uno es muy malo, casualmente el comunista que, para su mayor denigración –bien se encarga la autora de ponerla en evidencia— además de su falta de solidaridad, se acobarda y viste de gala para ir a misa. Además, piensa que puede ser vengativo cuando lleguen los rusos. Parece que para la autora, sólo los cristianos son capaces de ejercer la solidaridad.
Por momentos, la novela parece escrita para resaltar ciertos ideales o modelos ejemplares de orden moral y religioso y ponerlos en contraste con lo que la autora considera el mal, por ejemplo, el comunismo, el ejército ruso que todo lo destruye, y en el que hay violadores y mujeres soldados de anchas piernas y sujetadores antieróticos. Tópicos insufribles. Sólo le faltaba decir que los soldados alemanes eran rubios y guapos, ya que nos habla de que seguramente tenían familias esperándolos y era necesario ejercer la caridad con ellos cuando estaban en peligro de muerte. No hay un solo momento para la compasión, dirigida al soldado ruso.
El tratamiento de la muerte, lo mismo que el de la religión, se me antoja superfluo, pero sugerente de algo que, sin duda, no está en la intención de la autora trasmitir. Esa queja, “no quiero morir”, al encomendarse a lo trascendente, a lo divino y a la oración, se muestra egoísta, situando la muerte siempre en el otro y nunca en uno mismo. Es la comodidad de la redención encomendada siempre al otro, que estará velando por nosotros en ese más allá abstracto, pero que en la vida real sufrió y se murió de verdad. La autora no acepta nunca su muerte.
Nos dice la contraportada: “por las páginas de este libro transitan unos personajes que precisamente por su humanidad resultan entrañables” ¿Alguien es capaz de ver personajes entrañables en esta novela? Como mínimo permítaseme evocar la ambivalencia, pues alguna acción realizan que se pueda llamar solidaria. Pero es que, demás de que ninguno de ellos posee la más mínima intensidad literaria, son incapaces de salir de su propio goce, a saber, el afán de riquezas, la acumulación de alimentos, la posesión de valores materiales, y no les importa en absoluto la suerte de los otros, salvo raras excepciones en las que se ven muy acuciados por las necesidades vitales, y sabiendo que la muerte acecha en sus destinos. La novela es, sobre todo, un catálogo de egoísmos sin escrúpulos. ¿Personajes “entrañables”?
Y respecto a la palabra “Humanidad”, no parece adecuada para ligar a los personajes de esta novela. Pero no porque no sea humano el mal –en la novela vemos que es demasiado humano—sino por el contexto que estamos analizando, que pretende deslizarse, superficialmente, por connotaciones morales referidas al bien, a la razón, a la solidaridad, al amor, etc., y eso aparece contrarrestado por la fuerza del egoísmo.
Sólo la segunda parte de la novela, las peripecias de la huída y el engaño del que es objeto la familia, nos deja en la intemperie pensando cuál va a ser nuestra suerte. Sólo ahí me fue posible situarme en su lugar de sufrimiento, de identificación, ahí donde no había apelación a la divinidad, donde, verdaderamente, estaban tan solos ante su destino, que podemos palpar su incertidumbre y hacerlos terrenales, es decir, sentir su dolor, su soledad. Aún así, en el momento en que se encuentran en gran dificultad, cuando el guía no puede llevarlos hacia la frontera, la autora vuelve a tener a mano una iglesia donde pasar la noche.
Creo que estamos ante una novela, efectivamente, ingenua, desde luego muy irregular en lo afectivo, y sin pensamiento. Se limita a escribir una crónica de hechos y sucesos sobre los que no lanza ningún tipo de análisis, ni lleva a cabo ninguna elaboración ética. Nadie parece tener una verdadera vida interior salvo en relación al goce. Los personajes no tienen intensidad, algunos parecen auténticas caricaturas, y los diálogos son muy pobres. Hay un abismo entre los hechos que suceden y el lenguaje que se utiliza para cohesionar y dar fuerza a la experiencia. Es una novela que no convence, y hasta hace dudar de su sinceridad. No parece una decisión atinada la tomada por la autora a la hora de sugerir lo que nos va a contar, porque de repente nos encontramos divagando por escenarios insospechados tratando de encontrar algún tipo de pensamiento relacionado con su queja. Todo ello es el motivo por el que el sufrimiento de esa queja no puede elevarse a la altura emotiva que se le supone. Me resulta imposible compartirlo en la forma que nos lo ofrece la autora.
Habiéndole escuchado a Alberto el comentario de Marai en el que sostenía que estamos ante una de las novelas más importantes escrita sobre la ocupación soviética de Hungría, uno se siente desamparado y siente vértigo ante lo que va a decir, pues va en sentido contrario a lo expresado por Marai. A mi el relato me parece un auténtico despropósito literario, lo cual me hace dudar hasta de la existencia de ese diario.
Cuando un lector aborda este tipo de literatura, se sitúa con una predisposición especial, pues conoce, de antemano, los horrendos acontecimientos acaecidos durante la segunda guerra mundial. Da por supuesto el atroz sufrimiento, el dolor fuera de todo tiempo, la angustia y la muerte. Todo ello aparece reflejado en la obra que hoy analizamos. Sabe, asimismo, del heroísmo que supuso soportar ese destiempo que atrapó a los individuos en un abismo espacial. No se duda, en principio, ni de la sinceridad de la voz autorial, ni de la sinceridad del relato. Pero una crónica de hechos reales, por sí mismo, no crea literatura. Convertir esas vivencias en literatura exige una invención retórica que sea capaz de, además de hacerlos creíbles, proyectar los sentimientos, las sensaciones, los afectos angustiosos, hacia el ánimo del lector, para conmoverlo y, de esa manera, posibilitar algún tipo de identificación con los personajes. En este sentido, Tengo 15 años y no quiero morir está tan plagado de incongruencias, que acaban difuminándose, en gran medida, los efectos que debería de producir, lo cual me impide situarla dentro del estatus de buena literatura.
Son diversos los lugares en los que quiero justificar esta opinión.
No me parece del todo justificable aceptar la sugerencia que se nos hace en la nota de la contraportada, la de agarrarse al argumento de que la novela es obra de una ingenua adolescente, pues la novela es posterior, en casi diez años, al diario que se dice escrito durante el cautiverio –por cierto, sólo en la segunda parte, casi al final del relato, se hace referencia a la escritura de ese diario, y nunca en la parte del cautiverio, lo cual no favorece creer en su existencia—. Es decir, quien lo convierte en novela ya no es la adolescente ingenua, sino alguien con unos años más de experiencia para haberse tomado el trabajo de cuidar el lenguaje de una escritura espontánea como la de un diario, y ofrecer un lenguaje que, aun conservando su esencia de adolescente, hiciese más creíble la situación vivida.
Y es que el comienzo del relato produce una extraordinaria decepción literaria. El lenguaje es utilizado sin el más mínimo cuidado, de forma caótica, disolviendo, así, los efectos que podrían conmocionar a los lectores. La palabra “enterrados”, que pretende situar al lector e informarlo acerca de la posición en que se encuentran los personajes, encierra una potencia literaria que, efectivamente, se amplía con la frase “no sabíamos cuando era de día y cuando de noche”. Pero esta construcción, sin tiempo y sin espacio, pierde toda su fuerza de inmediato y se derrumba. A su lado, casi rozándose unas palabras con otras, podemos leer: “casi había anochecido”; “que llegara Pista durante aquella tarde”; “Pista llegó al anochecer”, “Pista salió al amanecer”; “el reloj seguía marcando las horas”; “Los tres primeros días pasaron deprisa”; Y más adelante: “A los alemanes los observábamos desde la entrada del sótano” (25) (57); “ese cañoncito montado sobre un camión” (10); “la ciudad ardía a su alrededor” (11); “el tragaluz por el que habitualmente se filtraba una pálida claridad” (27); “íbamos a buscar agua a la calle Canard”. Y para rematar la cuestión leemos en la página 45: “... a la mañana siguiente se celebraría misa en nuestro sótano. (Se hacía verdaderamente extraño oír esas palabras: mañana, tarde, noche, pues en la oscuridad perpetua del sótano... el único punto fijo era el bombardeo nocturno..., ha nevado durante la noche...”. Verdaderamente, no es extraño oír las palabras mañana, tarde o noche, las está pronunciando continuamente, desde el principio hasta el final del cautiverio en el sótano, como si supiera, todo el tiempo, cuando amanece y cuando se pone el sol.
Es imposible sentir la lobreguez de un enterramiento, y en ningún momento tenemos la sensación de que los personajes estén apartados del fragor de la batalla, sino más bien, parece que son espectadores directos de los acontecimientos. Se dejaban ver, cualquiera entraba de improviso en su enterramiento, no se resguardaban del contacto con los soldados (57), hablaban con ellos, iban en procesión a buscar agua, salían del sótano para contemplar los destrozos de la guerra.
Por otro lado, la entrada de Pista es de una frialdad y de una simpleza insuperable. “Buenas noches, les deseo buenas noches”. Silbando, como Pedro por su casa, cuando, en realidad, suponemos que llega a un lugar recóndito, a un lugar en el que los protagonistas están “enterrados”, separados y preservados del mundo. Todo lo que se escribe desvirtúa la extraterritorialidad y el efecto de la palabra “enterrados”. Y mayor aún es la simpleza del diálogo –como casi todos los que suceden en el relato— que en dos palabras sella la amistad con un desconocido en medio de una guerra terrible:
“. ¿Quién es usted?
. Istvan Nagy del condado de Somogy.
. Esta presentación selló nuestra amistad”.
Ni más ni menos.
Además, Pista tiene el privilegio de ser el personaje que ocupa la primera frase que introduce a la lectura, lo cual no suele carecer de importancia en un relato. Si es el salvador, tal como se le nombra, su pasaje efímero por el texto –muere en la página 51— no parece justificar, ni esa posición de privilegio que supone encabezar el relato, ni el calificativo de salvador. Es un personaje del que no conservamos, al final de la lectura, ningún recuerdo trascendente pese a que la autora trata de rescatarlo en su recuerdo durante la huída, eso sí, otra vez como “salvador”.
En cuanto al título, si se supone que forma parte de la novela, sus connotaciones sugieren una promesa de intensidad que se ve defraudada. En lugar de orientarnos, lo único que consigue es desorientarnos y desenfocar el relato. No existe una trama alrededor de él, se significa como una simple queja que se esparce discontinuamente por escasas líneas de alguna de las páginas, queja que se procura disolver en escenarios moralistas de esencia cristiana, en la petición de escucha al sacerdote correspondiente y en la oración, evitando cualquier tipo de reflexión ética al respecto. Religión y muerte se sitúan, así, en el mismo plano.
Lo religioso está tratado de una forma harto conocida y tópica. El moralismo cristiano, consolador, como testimonio de un orden celestial más allá de la barbarie terrenal, atraviesa toda la novela, desde que aparece el “salvador” Pista, que en la cena, haciendo gala del calificativo, “cortó doce partes iguales de su pan y de su tocino...” y “El alimento se deshacía en el hueco de nuestras bocas...”, pasando por esa especie de Judas que lo llama desertor, hasta llegar a la confesión con el padre en una iglesia que está ubicada, de forma perenne, en el pensamiento de la autora. Y un detalle resulta sospechoso, que sólo sean ella y sus padres, quienes encarnan los preceptos cristianos sin apenas fisuras. Todos los demás personajes son un poco malos, y uno es muy malo, casualmente el comunista que, para su mayor denigración –bien se encarga la autora de ponerla en evidencia— además de su falta de solidaridad, se acobarda y viste de gala para ir a misa. Además, piensa que puede ser vengativo cuando lleguen los rusos. Parece que para la autora, sólo los cristianos son capaces de ejercer la solidaridad.
Por momentos, la novela parece escrita para resaltar ciertos ideales o modelos ejemplares de orden moral y religioso y ponerlos en contraste con lo que la autora considera el mal, por ejemplo, el comunismo, el ejército ruso que todo lo destruye, y en el que hay violadores y mujeres soldados de anchas piernas y sujetadores antieróticos. Tópicos insufribles. Sólo le faltaba decir que los soldados alemanes eran rubios y guapos, ya que nos habla de que seguramente tenían familias esperándolos y era necesario ejercer la caridad con ellos cuando estaban en peligro de muerte. No hay un solo momento para la compasión, dirigida al soldado ruso.
El tratamiento de la muerte, lo mismo que el de la religión, se me antoja superfluo, pero sugerente de algo que, sin duda, no está en la intención de la autora trasmitir. Esa queja, “no quiero morir”, al encomendarse a lo trascendente, a lo divino y a la oración, se muestra egoísta, situando la muerte siempre en el otro y nunca en uno mismo. Es la comodidad de la redención encomendada siempre al otro, que estará velando por nosotros en ese más allá abstracto, pero que en la vida real sufrió y se murió de verdad. La autora no acepta nunca su muerte.
Nos dice la contraportada: “por las páginas de este libro transitan unos personajes que precisamente por su humanidad resultan entrañables” ¿Alguien es capaz de ver personajes entrañables en esta novela? Como mínimo permítaseme evocar la ambivalencia, pues alguna acción realizan que se pueda llamar solidaria. Pero es que, demás de que ninguno de ellos posee la más mínima intensidad literaria, son incapaces de salir de su propio goce, a saber, el afán de riquezas, la acumulación de alimentos, la posesión de valores materiales, y no les importa en absoluto la suerte de los otros, salvo raras excepciones en las que se ven muy acuciados por las necesidades vitales, y sabiendo que la muerte acecha en sus destinos. La novela es, sobre todo, un catálogo de egoísmos sin escrúpulos. ¿Personajes “entrañables”?
Y respecto a la palabra “Humanidad”, no parece adecuada para ligar a los personajes de esta novela. Pero no porque no sea humano el mal –en la novela vemos que es demasiado humano—sino por el contexto que estamos analizando, que pretende deslizarse, superficialmente, por connotaciones morales referidas al bien, a la razón, a la solidaridad, al amor, etc., y eso aparece contrarrestado por la fuerza del egoísmo.
Sólo la segunda parte de la novela, las peripecias de la huída y el engaño del que es objeto la familia, nos deja en la intemperie pensando cuál va a ser nuestra suerte. Sólo ahí me fue posible situarme en su lugar de sufrimiento, de identificación, ahí donde no había apelación a la divinidad, donde, verdaderamente, estaban tan solos ante su destino, que podemos palpar su incertidumbre y hacerlos terrenales, es decir, sentir su dolor, su soledad. Aún así, en el momento en que se encuentran en gran dificultad, cuando el guía no puede llevarlos hacia la frontera, la autora vuelve a tener a mano una iglesia donde pasar la noche.
Creo que estamos ante una novela, efectivamente, ingenua, desde luego muy irregular en lo afectivo, y sin pensamiento. Se limita a escribir una crónica de hechos y sucesos sobre los que no lanza ningún tipo de análisis, ni lleva a cabo ninguna elaboración ética. Nadie parece tener una verdadera vida interior salvo en relación al goce. Los personajes no tienen intensidad, algunos parecen auténticas caricaturas, y los diálogos son muy pobres. Hay un abismo entre los hechos que suceden y el lenguaje que se utiliza para cohesionar y dar fuerza a la experiencia. Es una novela que no convence, y hasta hace dudar de su sinceridad. No parece una decisión atinada la tomada por la autora a la hora de sugerir lo que nos va a contar, porque de repente nos encontramos divagando por escenarios insospechados tratando de encontrar algún tipo de pensamiento relacionado con su queja. Todo ello es el motivo por el que el sufrimiento de esa queja no puede elevarse a la altura emotiva que se le supone. Me resulta imposible compartirlo en la forma que nos lo ofrece la autora.
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