De espaldas Alberto y Miguel Ángel
“Nuestras voluntades y nuestros destinos corren por tan opuestas sendas, que siempre quedan derrumbados nuestros planes. Somos dueños de nuestros pensamientos, su ejecución, sin embargo, nos es ajena” (Hamlet. William Shakespeare)
Además de estas sugerentes palabras de Hamlet evocadas por la lectura de Al sur de la frontera, al oeste del sol, en la página 180 de la novela podemos leer otras que nos hacen intuir la existencia de “algo” verdadero que no está disponible directamente para la mirada. Ese es el lugar de verdad hacia el que se dirige la novela de Haruki Murakami:
“A través de una fotografía no puedes comprender nada. No es más que una sombra. El verdadero yo está en otro sitio. Y eso no sale reflejado en la imagen”.
Tres lugares quedan puestos a la luz en estas dos frases: la voluntad, el destino, y la verdad. Hajime, el protagonista, fundamenta su vida en la construcción de una fantasía que le permite sostener una vieja experiencia de satisfacción suprema que, sin embargo, se ve defraudada por la realidad, portadora de la ineludible finitud que nos habita. Esta posición subjetiva del protagonista pone en juego la problemática del vacío en dos vertientes. O bien sostenerse en el anhelo de esa satisfacción infinita y enfrentarse a un vacío que aspira la vida hacia un abismo mortal, o sostenerse en una vida signada por la incertidumbre, por el deseo, lo cual exige un sacrificio y el correspondiente duelo, a saber, la aceptación de que en cierto momento, “algo” en nosotros muera para generar un espacio diferente, un vacío que nunca se podrá llenar, un “desierto” que, paradójicamente, es el escenario vital que opera como resorte de nuestra acción. Este es el dilema de Hajime.
“Al mirar la fotografía me daba cuenta de cuánto tiempo había perdido. Un tiempo precioso que jamás volvería… la miro para llenar ese espacio de tiempo… quiero llenar ese vacío” (181)
Dentro de esta panorámica general, mi lectura está vertebrada por las ideas de tránsito y de destino, y las categorías de determinismo y de libertad, vehiculizadas por el más universal de los afectos, el amor, acerca del cual la novela muestra un cierto virtuosismo en tanto revela, en gran medida, algo de su esencia estructural y los particulares rasgos que lo sostienen.
Pero reducir la novela a esas ideas y categorías sería poca cosa. Además de ellas, todo un mosaico de variados elementos, tan necesarios como los anteriores para un ineludible análisis, es preciso tener en cuenta. Por ejemplo, el deseo, la nostalgia, un “algo” enigmático que va goteando por las hojas de la novela, la alienación, la separación, y como ya queda dicho, el tratamiento tan sugerente que se realiza del vacío. Todos ellos son elementos que están a la altura de los primeros en relación al aporte cualitativo que vierten como significación en la obra.
Nombré lo que me parece una idea general del libro: el tránsito. Se intuye a partir del mismo nombre del protagonista. Hajime significa “Principio”. Él es el principio de un tiempo inmóvil, atemporal y presente, que atraviesa su infancia, su adolescencia, y su adultez, marcado por contingencias que se graban como huellas indelebles en su carne, pasos nostálgicos, como arrepentidos, que quieren siempre haber sido otros. Esa nostalgia petrifica su fantasía, la amada Shimamoto, como la encarnación de una experiencia de la que no quiere desprenderse. Pasado atemporal, siempre presente, que determina la vida de Hajime.
Una pregunta se irá dilucidando a lo largo de la novela en relación a las ideas de tránsito y destino, para desembocar en lo que se podría tomar como una brillante y vertiginosa interpretación final. La pregunta es la siguiente: ¿En el tránsito que Hajime realiza de su destino subjetivo, qué papel juegan el determinismo y la libertad? La interpretación final a la que aludo, nos dará la respuesta.
La infancia de Hajime se muestra como el escenario en el que el protagonista inscribe sus primeras marcas, aquellas que habrán de ser determinantes en el destino que le espera. Ahí se concentran los sentimientos, los afectos, el enigma de la sexualidad, pero ¿qué hacer con los primeros?, ¿adónde conducir los segundos?
En su particularidad infantil, Hajime es una excepción. El significante “hijo único” con el que ha de convivir, queda fijado como un signo que lo divide subjetivamente porque para él tiene el significado particular de “carencia”, de “imperfección”. Marca insoportable e imborrable, de la cual estará huyendo, siempre, durante el tránsito que realiza hacia la verdad:
“Sentí durante toda mi niñez algo parecido al complejo de inferioridad… carecía de “algo”… tú eres un ser imperfecto”. (9)
También encontramos otra acepción del significante “hijo único”. Es la que se deja ver como ego propenso a aislarse, al que le costara salir de su propio mundo.
Ciertamente, estas acepciones de “hijo único” son determinantes en la posición subjetiva que adopta Hajime, pues se aliena a esos significados primarios. Resulta evidente que la dialéctica entre determinismo y libertad, en la mayor parte de la novela, se inclina del lado del determinismo que impone la denegación que hace de su “carencia”, de su “imperfección”, lo que implica un movimiento hacia el otro significado, el de “aislamiento”.
Con estos antecedentes se abona el terreno para que el encuentro ya citado con Shimamoto –su objeto de amor— organice toda la vida de Hajime de una forma muy particular. Ella es el objeto hacia el que dirige la mirada en la fotografía, el objeto que viene a taponar la “carencia” y la “imperfección”, el objeto que lo conduce hacia el “aislamiento”. Después de la separación infantil entre ambos, ella queda como un resto de satisfacción fijado como fantasma que contamina toda su existencia, sosteniéndose en esa satisfacción de forma precaria. Como ocurre en cualquier fijación, ella porta la marca de un exceso de goce.
¿Cuáles son las características de esa fijación? Para que Shimamoto pueda ocupar ese lugar de devoción en la vida de Hajime, es preciso que ella disponga de “algo” que ponga límites a su “carencia”, a su “imperfección”.
El significante “algo” es esencial. Ha de estar presente, necesariamente, en el escenario del amor. Aunque no va ligado a ningún significado concreto, porque es indefinible, sin embargo es operativo, tiene que ver con el resorte que da lugar al amor y también con la capacidad de sostenerlo.
“Incluso pensé que, si pudiera, introduciría la mano en su cuerpo y tocaría directamente ese algo” (58), “Shimamoto sí poseía ese algo” (70), “Algo oculto tras esa fachada. Y ese algo pese a ocultase en su interior más recóndito, DESEABA que alguien lo descubriera un día” (11). “Algo sólo hecho para mí” (86), “Amaba con pasión algo que veía en ella” (86) “Ese algo recóndito… una fuerza que TE ATRAE Y TE ABSORBE, te guste o no te guste, quieras o no” (54)
“Algo”, entonces, no se manifiesta como posibilidad de palabra, sólo como evocación, como sombra: “La sombra de ese algo en sus palabras” (11), “algo” que tiene el otro, que nos convoca para poseerlo. Un enigma productivo. Aunque en toda la obra nunca se dice qué es ese “algo”, pero lo que sí sabemos es que provoca el deseo.
Estamos nuevamente en esa esencia que se evocó en la tertulia que realizamos sobre el libro de Magda Szabó, La puerta, en la que también recordamos El perfume de Suskind, una esencia que, tanto en una novela como en la otra, provocaba una acción perversa, querer apropiarse de esa esencia, lo cual lleva a la destrucción de quien la posee. Es algo que se sugiere en la primera frase: “Introduciría la mano en su cuerpo y tocaría ese algo”. Es evidente, entonces, que una nada actúa como resorte del deseo.
Shimamoto es, por tanto, un punto fijo, inmóvil, al que apunta el deseo de Hajime, deseo que va posándose en otras mujeres, pero que tiene siempre una referencia primaria ante la cual, esas mujeres son poca cosa porque no poseen ese “algo” capaz de llenar la “carencia”. En este sentido, Shimamoto es una respuesta invariable para Hajime, su respuesta en el terreno del amor. Hajime no tiene vacilaciones respecto a su deseo y donde posarlo, no tiene vacilaciones respecto al objeto que produce su total satisfacción: Shimamoto.
No hay posibilidad de realizar un análisis lógico de esta mujer. Es un personaje fantasmal, que aparece y desaparece a su antojo, seductor, y metafórico. Nada se sabe de su vida, ni de su trabajo, ni de su acción, pero que se instala en la nostalgia de Hajime cumpliendo una función, inducir al ser en el que está inscrita, a la repetición de lo mismo, su vieja e infinita satisfacción.
Lo que es seguro es que Shimamoto es un personaje inquietante portador de una tendencia a la destrucción:
“Aquella mirada contenía una especie de violencia que gravitaba hondamente en mi mejilla… podía percibir con claridad cómo la muerte flotaba sobre ella en aquel instante… Shimamoto quería mi vida, ahora lo comprendo” (242)
A partir del establecimiento de esta situación, el vertiginoso acontecer final de la novela viene a ser un tratamiento muy significativo e importante del vacío subjetivo. La inestabilidad en la vida del protagonista se va produciendo de forma paulatina, arrastrado por la incertidumbre que en Hajime provoca el deseo del Otro encarnado en Shimamoto. El tratamiento de esta cuestión en la novela es magistral pues el Otro no lo revela, de manera que estamos siempre ante un deseo enigmático, mudo, callado. Es lo mismo que ocurre en nuestras realidades, el enigma del deseo del Otro situándonos ante nuestro propio abismo.
Dos vertientes del vacío, como decía al principio de esta reflexión, se ponen en juego. Una, la que aspira la vida, la que la arrastra hacia un pozo sin fondo. Pero también otra que se muestra operativa y productora. ¿Dónde aparece la primera? En Izumi. Ella, en su ruina melancólica, en ese dejarse caer del mundo como un despojo, le muestra a Hajime el resultado radical de quedar fijada a un fantasma, de no producir la separación, de no elaborar el duelo correspondiente a una pérdida. El ser humano desaparece. Ese encuentro casual, como tantas veces ocurre con los verdaderos encuentros, actúa en Hajime como una interpretación que posibilita la detención de su nostalgia que, entonces, muestra su precariedad, disolviéndose por sí mismo. La nostalgia es ya una fantasía de ilusa completud y retorno a lugares que están definitivamente perdidos. La fantasía deja de operar.
Se intuye el deseo en su movimiento, nunca hacia la nostalgia sino, siempre, alrededor de un vacío imposible de llenar, de un desierto en el que todos moramos. Es la única posibilidad de construir un espacio para la vida del ser humano. Hajime se da cuenta de ello, puede echar por primera vez en su vida una mirada a la otra vertiente del vacío, un desierto donde, paradójicamente, encuentra a todos, a las personas que verdaderamente puede amar. El amor se le revela, así, como la posibilidad de construir un sueño para el Otro.
En definitiva, Al sur de la frontera, al oeste del sol, es una novela surcada por la idea de tránsito hacia la verdad partiendo de la no aceptación de sus carencias por parte del protagonista. Al oeste del sol es la metáfora de una parte de la vida de Hajime, permanentemente mirando hacia ese poniente pasado, pero atisbando a tiempo que ese es el atajo más corto para llegar a la finitud que no soporta. Hasta la asunción de la finitud, de la carencia, de la imperfección, no resulta posible producir una separación de esas viejas palabras a las que estaba alienado y que determinaban su acción. La rectificación es un cambio en la mirada que ahora se dirige hacia el desierto en el que estamos todos. La única vida posible está al sur de la frontera, en ese desierto de incertidumbre permanente, donde se escriben los quizá, donde, paradójicamente, el ser humano puede construir un sueño más afín a la vida, la libertad:
“Los quizá tal vez existan al sur de la frontera. No al oeste del sol” (244)
¿”Sabrá hacer” Hajime en ese desierto de incertidumbre? ¿Sabrá construir sueños para el Otro, es decir, para si?
Miguel Ángel Alonso
Fuente: http://liter-a-tulia.blogspot.com
ENLACES:
Además de estas sugerentes palabras de Hamlet evocadas por la lectura de Al sur de la frontera, al oeste del sol, en la página 180 de la novela podemos leer otras que nos hacen intuir la existencia de “algo” verdadero que no está disponible directamente para la mirada. Ese es el lugar de verdad hacia el que se dirige la novela de Haruki Murakami:
“A través de una fotografía no puedes comprender nada. No es más que una sombra. El verdadero yo está en otro sitio. Y eso no sale reflejado en la imagen”.
Tres lugares quedan puestos a la luz en estas dos frases: la voluntad, el destino, y la verdad. Hajime, el protagonista, fundamenta su vida en la construcción de una fantasía que le permite sostener una vieja experiencia de satisfacción suprema que, sin embargo, se ve defraudada por la realidad, portadora de la ineludible finitud que nos habita. Esta posición subjetiva del protagonista pone en juego la problemática del vacío en dos vertientes. O bien sostenerse en el anhelo de esa satisfacción infinita y enfrentarse a un vacío que aspira la vida hacia un abismo mortal, o sostenerse en una vida signada por la incertidumbre, por el deseo, lo cual exige un sacrificio y el correspondiente duelo, a saber, la aceptación de que en cierto momento, “algo” en nosotros muera para generar un espacio diferente, un vacío que nunca se podrá llenar, un “desierto” que, paradójicamente, es el escenario vital que opera como resorte de nuestra acción. Este es el dilema de Hajime.
“Al mirar la fotografía me daba cuenta de cuánto tiempo había perdido. Un tiempo precioso que jamás volvería… la miro para llenar ese espacio de tiempo… quiero llenar ese vacío” (181)
Dentro de esta panorámica general, mi lectura está vertebrada por las ideas de tránsito y de destino, y las categorías de determinismo y de libertad, vehiculizadas por el más universal de los afectos, el amor, acerca del cual la novela muestra un cierto virtuosismo en tanto revela, en gran medida, algo de su esencia estructural y los particulares rasgos que lo sostienen.
Pero reducir la novela a esas ideas y categorías sería poca cosa. Además de ellas, todo un mosaico de variados elementos, tan necesarios como los anteriores para un ineludible análisis, es preciso tener en cuenta. Por ejemplo, el deseo, la nostalgia, un “algo” enigmático que va goteando por las hojas de la novela, la alienación, la separación, y como ya queda dicho, el tratamiento tan sugerente que se realiza del vacío. Todos ellos son elementos que están a la altura de los primeros en relación al aporte cualitativo que vierten como significación en la obra.
Nombré lo que me parece una idea general del libro: el tránsito. Se intuye a partir del mismo nombre del protagonista. Hajime significa “Principio”. Él es el principio de un tiempo inmóvil, atemporal y presente, que atraviesa su infancia, su adolescencia, y su adultez, marcado por contingencias que se graban como huellas indelebles en su carne, pasos nostálgicos, como arrepentidos, que quieren siempre haber sido otros. Esa nostalgia petrifica su fantasía, la amada Shimamoto, como la encarnación de una experiencia de la que no quiere desprenderse. Pasado atemporal, siempre presente, que determina la vida de Hajime.
Una pregunta se irá dilucidando a lo largo de la novela en relación a las ideas de tránsito y destino, para desembocar en lo que se podría tomar como una brillante y vertiginosa interpretación final. La pregunta es la siguiente: ¿En el tránsito que Hajime realiza de su destino subjetivo, qué papel juegan el determinismo y la libertad? La interpretación final a la que aludo, nos dará la respuesta.
La infancia de Hajime se muestra como el escenario en el que el protagonista inscribe sus primeras marcas, aquellas que habrán de ser determinantes en el destino que le espera. Ahí se concentran los sentimientos, los afectos, el enigma de la sexualidad, pero ¿qué hacer con los primeros?, ¿adónde conducir los segundos?
En su particularidad infantil, Hajime es una excepción. El significante “hijo único” con el que ha de convivir, queda fijado como un signo que lo divide subjetivamente porque para él tiene el significado particular de “carencia”, de “imperfección”. Marca insoportable e imborrable, de la cual estará huyendo, siempre, durante el tránsito que realiza hacia la verdad:
“Sentí durante toda mi niñez algo parecido al complejo de inferioridad… carecía de “algo”… tú eres un ser imperfecto”. (9)
También encontramos otra acepción del significante “hijo único”. Es la que se deja ver como ego propenso a aislarse, al que le costara salir de su propio mundo.
Ciertamente, estas acepciones de “hijo único” son determinantes en la posición subjetiva que adopta Hajime, pues se aliena a esos significados primarios. Resulta evidente que la dialéctica entre determinismo y libertad, en la mayor parte de la novela, se inclina del lado del determinismo que impone la denegación que hace de su “carencia”, de su “imperfección”, lo que implica un movimiento hacia el otro significado, el de “aislamiento”.
Con estos antecedentes se abona el terreno para que el encuentro ya citado con Shimamoto –su objeto de amor— organice toda la vida de Hajime de una forma muy particular. Ella es el objeto hacia el que dirige la mirada en la fotografía, el objeto que viene a taponar la “carencia” y la “imperfección”, el objeto que lo conduce hacia el “aislamiento”. Después de la separación infantil entre ambos, ella queda como un resto de satisfacción fijado como fantasma que contamina toda su existencia, sosteniéndose en esa satisfacción de forma precaria. Como ocurre en cualquier fijación, ella porta la marca de un exceso de goce.
¿Cuáles son las características de esa fijación? Para que Shimamoto pueda ocupar ese lugar de devoción en la vida de Hajime, es preciso que ella disponga de “algo” que ponga límites a su “carencia”, a su “imperfección”.
El significante “algo” es esencial. Ha de estar presente, necesariamente, en el escenario del amor. Aunque no va ligado a ningún significado concreto, porque es indefinible, sin embargo es operativo, tiene que ver con el resorte que da lugar al amor y también con la capacidad de sostenerlo.
“Incluso pensé que, si pudiera, introduciría la mano en su cuerpo y tocaría directamente ese algo” (58), “Shimamoto sí poseía ese algo” (70), “Algo oculto tras esa fachada. Y ese algo pese a ocultase en su interior más recóndito, DESEABA que alguien lo descubriera un día” (11). “Algo sólo hecho para mí” (86), “Amaba con pasión algo que veía en ella” (86) “Ese algo recóndito… una fuerza que TE ATRAE Y TE ABSORBE, te guste o no te guste, quieras o no” (54)
“Algo”, entonces, no se manifiesta como posibilidad de palabra, sólo como evocación, como sombra: “La sombra de ese algo en sus palabras” (11), “algo” que tiene el otro, que nos convoca para poseerlo. Un enigma productivo. Aunque en toda la obra nunca se dice qué es ese “algo”, pero lo que sí sabemos es que provoca el deseo.
Estamos nuevamente en esa esencia que se evocó en la tertulia que realizamos sobre el libro de Magda Szabó, La puerta, en la que también recordamos El perfume de Suskind, una esencia que, tanto en una novela como en la otra, provocaba una acción perversa, querer apropiarse de esa esencia, lo cual lleva a la destrucción de quien la posee. Es algo que se sugiere en la primera frase: “Introduciría la mano en su cuerpo y tocaría ese algo”. Es evidente, entonces, que una nada actúa como resorte del deseo.
Shimamoto es, por tanto, un punto fijo, inmóvil, al que apunta el deseo de Hajime, deseo que va posándose en otras mujeres, pero que tiene siempre una referencia primaria ante la cual, esas mujeres son poca cosa porque no poseen ese “algo” capaz de llenar la “carencia”. En este sentido, Shimamoto es una respuesta invariable para Hajime, su respuesta en el terreno del amor. Hajime no tiene vacilaciones respecto a su deseo y donde posarlo, no tiene vacilaciones respecto al objeto que produce su total satisfacción: Shimamoto.
No hay posibilidad de realizar un análisis lógico de esta mujer. Es un personaje fantasmal, que aparece y desaparece a su antojo, seductor, y metafórico. Nada se sabe de su vida, ni de su trabajo, ni de su acción, pero que se instala en la nostalgia de Hajime cumpliendo una función, inducir al ser en el que está inscrita, a la repetición de lo mismo, su vieja e infinita satisfacción.
Lo que es seguro es que Shimamoto es un personaje inquietante portador de una tendencia a la destrucción:
“Aquella mirada contenía una especie de violencia que gravitaba hondamente en mi mejilla… podía percibir con claridad cómo la muerte flotaba sobre ella en aquel instante… Shimamoto quería mi vida, ahora lo comprendo” (242)
A partir del establecimiento de esta situación, el vertiginoso acontecer final de la novela viene a ser un tratamiento muy significativo e importante del vacío subjetivo. La inestabilidad en la vida del protagonista se va produciendo de forma paulatina, arrastrado por la incertidumbre que en Hajime provoca el deseo del Otro encarnado en Shimamoto. El tratamiento de esta cuestión en la novela es magistral pues el Otro no lo revela, de manera que estamos siempre ante un deseo enigmático, mudo, callado. Es lo mismo que ocurre en nuestras realidades, el enigma del deseo del Otro situándonos ante nuestro propio abismo.
Dos vertientes del vacío, como decía al principio de esta reflexión, se ponen en juego. Una, la que aspira la vida, la que la arrastra hacia un pozo sin fondo. Pero también otra que se muestra operativa y productora. ¿Dónde aparece la primera? En Izumi. Ella, en su ruina melancólica, en ese dejarse caer del mundo como un despojo, le muestra a Hajime el resultado radical de quedar fijada a un fantasma, de no producir la separación, de no elaborar el duelo correspondiente a una pérdida. El ser humano desaparece. Ese encuentro casual, como tantas veces ocurre con los verdaderos encuentros, actúa en Hajime como una interpretación que posibilita la detención de su nostalgia que, entonces, muestra su precariedad, disolviéndose por sí mismo. La nostalgia es ya una fantasía de ilusa completud y retorno a lugares que están definitivamente perdidos. La fantasía deja de operar.
Se intuye el deseo en su movimiento, nunca hacia la nostalgia sino, siempre, alrededor de un vacío imposible de llenar, de un desierto en el que todos moramos. Es la única posibilidad de construir un espacio para la vida del ser humano. Hajime se da cuenta de ello, puede echar por primera vez en su vida una mirada a la otra vertiente del vacío, un desierto donde, paradójicamente, encuentra a todos, a las personas que verdaderamente puede amar. El amor se le revela, así, como la posibilidad de construir un sueño para el Otro.
En definitiva, Al sur de la frontera, al oeste del sol, es una novela surcada por la idea de tránsito hacia la verdad partiendo de la no aceptación de sus carencias por parte del protagonista. Al oeste del sol es la metáfora de una parte de la vida de Hajime, permanentemente mirando hacia ese poniente pasado, pero atisbando a tiempo que ese es el atajo más corto para llegar a la finitud que no soporta. Hasta la asunción de la finitud, de la carencia, de la imperfección, no resulta posible producir una separación de esas viejas palabras a las que estaba alienado y que determinaban su acción. La rectificación es un cambio en la mirada que ahora se dirige hacia el desierto en el que estamos todos. La única vida posible está al sur de la frontera, en ese desierto de incertidumbre permanente, donde se escriben los quizá, donde, paradójicamente, el ser humano puede construir un sueño más afín a la vida, la libertad:
“Los quizá tal vez existan al sur de la frontera. No al oeste del sol” (244)
¿”Sabrá hacer” Hajime en ese desierto de incertidumbre? ¿Sabrá construir sueños para el Otro, es decir, para si?
Miguel Ángel Alonso
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