Peter Norman, Tommie Smith y John Carlos
Tommie Smith
SANTIAGO SEGUROLA
· La revolución viene de espaldas
· La madre de todos los récords
¿Quién es Tommie Smith? Los viejos aficionados al atletismo responderán rápido: uno de los mejores velocistas de la historia y el autor de uno de los gestos más impactantes del siglo XX. Sin embargo, su nombre ha adquirido una trascendencia menor que la decisión que cambió su vida. Hace dos meses, Smith charlaba con unos amigos en el vestíbulo de un hotel de Pekín. No había desaparecido la huella del sprinter que fue. Alto, fuerte, pero todavía esbelto, Smith emergía entre la gente que circulaba por el hall. Los curiosos se giraban y se preguntaban: “¿Quién es?”. Una suerte de magnetismo obligaba a prestarle atención, pero nadie relacionó aquella figura con un nombre y apellido concreto. Al fin y al cabo, Tommie Smith terminó orillado socialmente por el acto que protagonizó hace hoy 40 años el 16 de octubre de 1968. Fue en México, durante los Juegos Olímpicos, en un momento de enormes convulsiones sociales y políticas en el mundo. Sin embargo, es a hombres como Tommie Smith, o su compañero John Carlos, a los que se debe una realidad impensable en 1968. En tres semanas, un negro puede alcanzar la presidencia de los Estados Unidos.
Barak Obama es hoy en día la consecuencias de múltiples factores, incluida la lucha por los derechos básicos que mantuvieron un puñado de atletas a finales de los 60. La consagración de aquel combate se resume en una fotografía: tres atletas, dos estadounidenses y un australiano, dos negros y un blanco, sobre el podio, uno de ellos con el puño derecho levantado, cubierto por un guante negro, símbolo del Black Power. Su cabeza está levemente humillada. Una insignia destaca en el chándal. Se ha descalzado. Unos largos calcetines negros cubren sus pies. La medalla de oro cuelga sobre su pecho. Es el vencedor de los 200 metros. Es Tommie Smith. Le flanquean un chico blanco, con la misma insignia que lleva Smith, y un atleta que levanta su enguantado puño izquierdo. Uno es Peter Norman, sorprendente segundo. El otro, John Carlos, el exuberante velocista del Harlem neoyorquino. “Voy a hacer algo cuando termine la carrera”, le comentó a Smith minutos antes de la final. “Lo haré contigo”, añadió Tommie Smith.
No fue una acción premeditada, pero tampoco fue un gesto irreflexivo. Un año antes, John Carlos y Tommie Smith participaron en la génesis del Proyecto Olímpico Pro Derecho Humanos que alimentó Harry Edwards en la Universidad Estatal de San José, en California. Edwards, un hombrón de más de 100 kilos de peso y 2,03 metros de altura, daba clases de Sociología en el centro universitario después de una discreta trayectoria como atleta. Tenía ideas y carisma. Era un rebelde de su tiempo. Su influencia alcanzaba al campus de UCLA, una de las universidades más influyentes y poderosas de Estados Unidos. Reclamados por Edwards, una docena de atletas negros amenazaron en 1967 con el boicot a los Juegos de México 68. Entre otras exigencias figuraban el boicot al régimen racista de Suráfrica, la dimisión de Avery Brundage —presidente del Comité Olímpico Internacional, conocido por sus ideas reaccionarias— y la inclusión de un entrenador negro como ayudante de los técnicos del equipo estadounidense de atletismo. En el grupo de Edwards destacaban Tommie Smith y Lee Evans, los dos mejores cuatrocentistas del mundo, el vallista Lee McCullouch y la gran estrella del baloncesto universitario: Lew Alcindor, cuyo tirón entre la comunidad de deportistas negros confirió una especial credibilidad al movimiento de Edwards.
Un año después, Alcindor, conocido después como Kareem Abdul Jabbar tras su conversión al Islam, se negó a jugar en los Juegos Olímpicos. Tommie Smith, John Carlos, Lee Evans, Jim Hines, Ralph Boston y Bob Beamon, es decir, todas las estrellas del atletismo norteamericano, decidieron participar. Lo que hicieron fue algo inolvidable. Protagonizaron la semana de los milagros. Por primera vez en la historia, el hombre bajó de 10 segundos en los 100 metros, de 20s en los 200, de 44s en los 400. Beamon mejoró el récord mundial de longitud en 55 centímetros. Aquellos atletas se adelantaron en muchos años a su tiempo. Puede que les ayudara el delgado aire de México y sus 2.600 metros de altura. Pero, sobre todo, les empujó un espíritu incendiario. Querían lanzar un mensaje al mundo y lo enviaron más alto y más potente de lo que nadie se imaginó.
Smith, el séptimo entre 12 hermanos de una familia de recogedores de algodón, conoció en su infancia todas las privaciones y los abusos que marcaron su espíritu crítico. Fueron sus piernas las que le permitieron salir de la marginalidad. Con 21 años era el sprinter más completo del mundo. Alto —1,92 metros—, delgado, con una zancada maravillosa, Smith fue la versión ligera y elegante de Usain Bolt. En México, tenía 24 años y acababa de terminar sus estudios. Lavaba coches mientras esperaba que llegaran los Juegos Olímpicos. Rechazó la oferta de los Rams de Los Ángeles de la NFL porque no quería perder su condición amateur. De lo contrario, no podría participar en México.
John Carlos era el favorito por el antecedente de los trials. El atleta neoyorquino ganó con una marca espectacular —19.7 segundos—, pero el registro fue anulado porque sus zapatillas, conocidas como dientes de tiburón, estaban demasiado claveteadas. En las semifinales, Carlos consiguió la mejor marca: 20.10 segundos. Tommie Smith se quejó de un dolor en el muslo. Temió que el amago de tirón le impidiera disputar la final. Se reunió con Bud Winter, su venerado entrenador, y le pidió consejo. Cuatro horas después, estaba en la pista. John Carlos ocupaba la cuarta calle. Smith, la tercera. En la grada, Denise Pascal, la esposa de Tommie Smith, tenía un regalo para su marido: un par de guantes negros.
La carrera fue histórica por muchas razones. Por su belleza, en primer lugar. John Carlos arrancó como un obús. Salió de la curva con metro y medio de ventaja sobre Smith. De repente, ocurrió algo casi sobrenatural. Sin aparente esfuerzo, en sólo cuatro zancadas, Smith se recuperó y voló imperial hacia la meta. En los corrillos, le llamaban Jet. Allí se vio la razón del apodo.Quizá nunca se haya asistido a una demostración de tanta armonía, serenidad y eficacia. Diez metros antes de la llegada, Smith extendió sus brazos en cruz y cruzó la meta. Detrás, un incrédulo Carlos se resignó tanto que cedió el segundo puesto al australiano Norman, cuyos 20.07 segundos aún son récord nacional.
En el vestuario, Smith y Carlos hablaron de la protesta. Había dos guantes. No tenía sentido que Smith se enfundara los dos. Le cedió el izquierdo. En el túnel del estadio conversaron con el tímido Norman. Le ofrecieron la insignia del Proyecto Pro Derechos Humanos. Norman se la colocó en el chándal. Los tres se dirigieron al podio. Sonó el himno estadounidense. El resto está recogido en una de las fotografías más célebres de la historia. Sus consecuencias fueron desastrosas para los atletas. Smith y Carlos fueron obligados a abandonar la Villa Olímpica. Durante meses recibieron amenazas de muerte. Sus carreras quedaron marcadas. Vivieron siempre en las antípodas del estrellato, vidas duras, sacrificadas, trágicas en el caso de John Carlos, cuya mujer se suicidó años después, o de Peter Norman, que no pudo disputar los Juegos de Múnich 72 y terminó alcoholizado. Pero detrás del sacrificio personal queda un legado imperecedero. El gesto de Smith, Norman y Carlos fue decisivo en la lucha contra cualquier forma de segregación en el deporte y, por extensión, en la sociedad. Cuarenta años después, las cosas nos son perfectas, pero tampoco iguales.
Fuente: marca.com
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¿Quién es Tommie Smith? Los viejos aficionados al atletismo responderán rápido: uno de los mejores velocistas de la historia y el autor de uno de los gestos más impactantes del siglo XX. Sin embargo, su nombre ha adquirido una trascendencia menor que la decisión que cambió su vida. Hace dos meses, Smith charlaba con unos amigos en el vestíbulo de un hotel de Pekín. No había desaparecido la huella del sprinter que fue. Alto, fuerte, pero todavía esbelto, Smith emergía entre la gente que circulaba por el hall. Los curiosos se giraban y se preguntaban: “¿Quién es?”. Una suerte de magnetismo obligaba a prestarle atención, pero nadie relacionó aquella figura con un nombre y apellido concreto. Al fin y al cabo, Tommie Smith terminó orillado socialmente por el acto que protagonizó hace hoy 40 años el 16 de octubre de 1968. Fue en México, durante los Juegos Olímpicos, en un momento de enormes convulsiones sociales y políticas en el mundo. Sin embargo, es a hombres como Tommie Smith, o su compañero John Carlos, a los que se debe una realidad impensable en 1968. En tres semanas, un negro puede alcanzar la presidencia de los Estados Unidos.
Barak Obama es hoy en día la consecuencias de múltiples factores, incluida la lucha por los derechos básicos que mantuvieron un puñado de atletas a finales de los 60. La consagración de aquel combate se resume en una fotografía: tres atletas, dos estadounidenses y un australiano, dos negros y un blanco, sobre el podio, uno de ellos con el puño derecho levantado, cubierto por un guante negro, símbolo del Black Power. Su cabeza está levemente humillada. Una insignia destaca en el chándal. Se ha descalzado. Unos largos calcetines negros cubren sus pies. La medalla de oro cuelga sobre su pecho. Es el vencedor de los 200 metros. Es Tommie Smith. Le flanquean un chico blanco, con la misma insignia que lleva Smith, y un atleta que levanta su enguantado puño izquierdo. Uno es Peter Norman, sorprendente segundo. El otro, John Carlos, el exuberante velocista del Harlem neoyorquino. “Voy a hacer algo cuando termine la carrera”, le comentó a Smith minutos antes de la final. “Lo haré contigo”, añadió Tommie Smith.
No fue una acción premeditada, pero tampoco fue un gesto irreflexivo. Un año antes, John Carlos y Tommie Smith participaron en la génesis del Proyecto Olímpico Pro Derecho Humanos que alimentó Harry Edwards en la Universidad Estatal de San José, en California. Edwards, un hombrón de más de 100 kilos de peso y 2,03 metros de altura, daba clases de Sociología en el centro universitario después de una discreta trayectoria como atleta. Tenía ideas y carisma. Era un rebelde de su tiempo. Su influencia alcanzaba al campus de UCLA, una de las universidades más influyentes y poderosas de Estados Unidos. Reclamados por Edwards, una docena de atletas negros amenazaron en 1967 con el boicot a los Juegos de México 68. Entre otras exigencias figuraban el boicot al régimen racista de Suráfrica, la dimisión de Avery Brundage —presidente del Comité Olímpico Internacional, conocido por sus ideas reaccionarias— y la inclusión de un entrenador negro como ayudante de los técnicos del equipo estadounidense de atletismo. En el grupo de Edwards destacaban Tommie Smith y Lee Evans, los dos mejores cuatrocentistas del mundo, el vallista Lee McCullouch y la gran estrella del baloncesto universitario: Lew Alcindor, cuyo tirón entre la comunidad de deportistas negros confirió una especial credibilidad al movimiento de Edwards.
Un año después, Alcindor, conocido después como Kareem Abdul Jabbar tras su conversión al Islam, se negó a jugar en los Juegos Olímpicos. Tommie Smith, John Carlos, Lee Evans, Jim Hines, Ralph Boston y Bob Beamon, es decir, todas las estrellas del atletismo norteamericano, decidieron participar. Lo que hicieron fue algo inolvidable. Protagonizaron la semana de los milagros. Por primera vez en la historia, el hombre bajó de 10 segundos en los 100 metros, de 20s en los 200, de 44s en los 400. Beamon mejoró el récord mundial de longitud en 55 centímetros. Aquellos atletas se adelantaron en muchos años a su tiempo. Puede que les ayudara el delgado aire de México y sus 2.600 metros de altura. Pero, sobre todo, les empujó un espíritu incendiario. Querían lanzar un mensaje al mundo y lo enviaron más alto y más potente de lo que nadie se imaginó.
Smith, el séptimo entre 12 hermanos de una familia de recogedores de algodón, conoció en su infancia todas las privaciones y los abusos que marcaron su espíritu crítico. Fueron sus piernas las que le permitieron salir de la marginalidad. Con 21 años era el sprinter más completo del mundo. Alto —1,92 metros—, delgado, con una zancada maravillosa, Smith fue la versión ligera y elegante de Usain Bolt. En México, tenía 24 años y acababa de terminar sus estudios. Lavaba coches mientras esperaba que llegaran los Juegos Olímpicos. Rechazó la oferta de los Rams de Los Ángeles de la NFL porque no quería perder su condición amateur. De lo contrario, no podría participar en México.
John Carlos era el favorito por el antecedente de los trials. El atleta neoyorquino ganó con una marca espectacular —19.7 segundos—, pero el registro fue anulado porque sus zapatillas, conocidas como dientes de tiburón, estaban demasiado claveteadas. En las semifinales, Carlos consiguió la mejor marca: 20.10 segundos. Tommie Smith se quejó de un dolor en el muslo. Temió que el amago de tirón le impidiera disputar la final. Se reunió con Bud Winter, su venerado entrenador, y le pidió consejo. Cuatro horas después, estaba en la pista. John Carlos ocupaba la cuarta calle. Smith, la tercera. En la grada, Denise Pascal, la esposa de Tommie Smith, tenía un regalo para su marido: un par de guantes negros.
La carrera fue histórica por muchas razones. Por su belleza, en primer lugar. John Carlos arrancó como un obús. Salió de la curva con metro y medio de ventaja sobre Smith. De repente, ocurrió algo casi sobrenatural. Sin aparente esfuerzo, en sólo cuatro zancadas, Smith se recuperó y voló imperial hacia la meta. En los corrillos, le llamaban Jet. Allí se vio la razón del apodo.Quizá nunca se haya asistido a una demostración de tanta armonía, serenidad y eficacia. Diez metros antes de la llegada, Smith extendió sus brazos en cruz y cruzó la meta. Detrás, un incrédulo Carlos se resignó tanto que cedió el segundo puesto al australiano Norman, cuyos 20.07 segundos aún son récord nacional.
En el vestuario, Smith y Carlos hablaron de la protesta. Había dos guantes. No tenía sentido que Smith se enfundara los dos. Le cedió el izquierdo. En el túnel del estadio conversaron con el tímido Norman. Le ofrecieron la insignia del Proyecto Pro Derechos Humanos. Norman se la colocó en el chándal. Los tres se dirigieron al podio. Sonó el himno estadounidense. El resto está recogido en una de las fotografías más célebres de la historia. Sus consecuencias fueron desastrosas para los atletas. Smith y Carlos fueron obligados a abandonar la Villa Olímpica. Durante meses recibieron amenazas de muerte. Sus carreras quedaron marcadas. Vivieron siempre en las antípodas del estrellato, vidas duras, sacrificadas, trágicas en el caso de John Carlos, cuya mujer se suicidó años después, o de Peter Norman, que no pudo disputar los Juegos de Múnich 72 y terminó alcoholizado. Pero detrás del sacrificio personal queda un legado imperecedero. El gesto de Smith, Norman y Carlos fue decisivo en la lucha contra cualquier forma de segregación en el deporte y, por extensión, en la sociedad. Cuarenta años después, las cosas nos son perfectas, pero tampoco iguales.
Fuente: marca.com
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