Bob Beamon
Irving Saladino
Por SANTIAGO SEGUROLA
· Los puños de la dignidad humana
· La revolución viene de espaldas
Una obsesión martirizaba a Bob Beamon poco antes de su primer salto. Nadie le prestaba demasiada atención, excepto los saltadores que esperaban su turno. Dos de ellos estaban sentados en un banco, junto al callejón. No eran gente cualquiera. Ralph Boston, ganador en los Juegos Olímpicos de Roma 60, disfrutaba desde hacía tres años del récord del mundo. Su marca, 8,35 metros, había sido igualada por el soviético Igor Ter Ovanesian, el más elegante entre los saltadores de su tiempo. Boston charlaba con el galés Lynn Davies, campeón olímpico en Tokio 64. De campeón a campeón, Davies le confesó su pálpito a Ralph Boston: “Si alcanza bien la tabla, Beamon va a reventar el récord del mundo”.
Cerca de 40.000 personas se habían congregado en el estadio Olímpico de México. La gente acudía fascinada por la multiplicación de proezas. Dos días antes, Tommie Smith había triturado el récord mundial de 200 metros. Las marcas se derrumbaban con estrépito. Una sensación irreal, o de realidad mágica, presidía la mayoría de las pruebas de saltos y velocidad. Comenzó a extenderse la idea de las favorables condiciones de México para ciertas especialidades. Situada a 2.600 metros sobre el nivel del mar, la ciudad permitía a los sprinters y saltadores beneficiarse de una menor densidad del aire, el 23% más ligero que en una ciudad costera. Para Bob Beamon, un neoyorquino del Queens, el único aspecto meteorológico que le preocupaba era la inminente tormenta. Negros nubarrones acechaban el estadio. Tenía que sacar ventaja antes del aguacero.
La obsesión de Beamon era estrictamente técnica. Con sólo 21 años, había dedicado al atletismo menos pasión que al baloncesto. Poseía un don natural para saltar, desde luego. Pocas semanas antes de los Juegos había logrado una marca de 8,33 metros, a dos centímetros del récord mundial. Desde el año anterior, defendía el récord mundial en pista cubierta, con 8,25 metros. Era el saltador con más condiciones, pero no estaba nada claro que fuera el mejor. Su porcentaje de saltos nulos resultaba desalentador. Beamon se había convertido en un tiro al aire. Si pillaba bien la tabla, era invencible. Por desgracia, casi nunca lo lograba. Un día antes de la final, Beamon sufrió lo indecible para entrar en la final. Dos nulos sucesivos, le obligaron a un salto de seguridad en su último intento clasificatorio. Ni tan siquiera pisó la madera, pero alcanzó su objetivo.
Pocos años antes, en el instituto del barrio de Jamaica, distrito de Queens, Beamon se había convertido en una leyenda local. Anotaba una media de 20 puntos en el equipo de baloncesto y su calidad natural como saltador destacaba sobre los demás juveniles. Era alto (1,91 metros), flaco y rápido. Se apasionaba más por el baloncesto que por el atletismo, pero estaba infinitamente más dotado para saltar que para jugar. Fueron sus progresos en la longitud la llave de su ingreso en la Universidad de North Carolina A&T y luego en la de Texas-El Paso, un centro que acababa de saltar a la fama por un episodio relevante. En 1966, cuando la universidad se denominaba Texas Western, su equipo de baloncesto ganó la final del campeonato de Estados Unidos. La singularidad residía en el quinteto: por primera vez en la historia, todos los titulares era negros.
Su poca atención a la técnica de salto le preocupaba más que nunca aquella tarde del 18 de octubre. No podía permitirse un nulo. No podía esperar a que descargara la lluvia. Necesitaba un salto para colocarse al frente de la clasificación. En la pista, los atletas de 400 metros esperaban el disparo de salida. Lee Evans, Larry James y Ron Freeman estaba a punto de colocarse en los tacos. Miraron hacia la zona donde se disputaba la final de longitud. Beamon comenzó su carrera. El viento se agitó a favor del atleta. La tormenta estaba a punto de estallar. En todos los sentidos. Beamon se lanzó en una carrera rapidísima, hasta alcanzar el punto final de la batida. Pisó toda la tabla, pero la puntera de su zapatilla no dejó ninguna huella en la plastilina. El nulo estaba salvado. Acababa de comenzar el vuelo más célebre de la historia. Beamon se elevó hasta una cota sorprendente, con las dos piernas abiertas y encogidas, un enorme y desconocido pájaro sobre un foso de arena. En lo que pareció un vuelo más prolongado de lo normal, Beamon no perdió en ningún momento la coordinación. Cayó con los dos pies paralelos en la arena, desde donde salió rebotado hacia delante. “Eso ha sido muy largo”, comentó Freeman a sus compañeros de la final de 400 metros. Ralph Boston y Lynn Davies brincaron desde el banco. Beamon se dirigió rápidamente a un costado del foso.
Por primera vez en los Juegos Olímpicos, la medición se efectuaba a través de una célula óptica, colocada en un raíl. Un juez comenzó a mover la célula por el carril. Cuando llegó a los 8,50 metros, el aparato óptico cayó al suelo. El raíl no daba para más. “Es un salto increíble”, le aseguró un juez a Beamon. Se pidió una cinta métrica. En el estadio comenzó a cundir la impresión de que había sucedido algo sobrenatural. La salida de los 400 metros se aplazó hasta que se calmaran los ánimos. La primera condición estaba resuelta: el viento había soplado favorablemente a Beamon con una velocidad de 2m/s, el máximo legal permitido. Ahora les tocaba a los jueces dar noticia de la marca. Fue un procedimiento moroso. Una y otra vez se revisó la medición hasta acreditar la seguridad de lo impensable. Por fin, aparecieron los números en el marcador situado junto al foso: 8,90 metros. Beamon acababa de superar el récord mundial por 55 centímetros, un avance colosal que trastornó a todo el mundo.
Beamon comenzó a correr y saltar, víctima del shock. Cayó de rodillas en la pista, en la sexta calle, apenas sostenido por Ralph Boston, que le comunicó la magnitud verdadera de la marca. Beamon no conocía el sistema métrico decimal. Boston, frecuentador de las reuniones de atletismo en Europa, le convirtió la marca al sistema anglosajón: “No son 29 pies, Bob. Son 29’2 ½”. Abrumado por la impresión, Beamon comenzó a tiritar y sollozar. Sus rivales comprendieron el significado del salto. “Comparado con eso, todos nosotros somos unos niños”, comentó Igor Ter Ovanesian. “No hay manera de saltar en estas condiciones. Nos ha vencido un hombre que ha saltado a otro mundo”. La marca aniquiló la final. El segundo clasificado, el alemán oriental Beer, saltó 8,19 metros. Ni la altitud, ni el buen viento, ayudaron a los saltadores. Habían caído ante la madre de todas las marcas, el récord destinado a durar eternamente. Duró 23 años. En agosto de 1991, Mike Powell se anticipó a la tormenta que estaba a punto de desatarse en Tokio para batir por cinco centímetros la marca de Beamon, el récord de todos los récords.
Fuente: marca.com
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· La revolución viene de espaldas
Una obsesión martirizaba a Bob Beamon poco antes de su primer salto. Nadie le prestaba demasiada atención, excepto los saltadores que esperaban su turno. Dos de ellos estaban sentados en un banco, junto al callejón. No eran gente cualquiera. Ralph Boston, ganador en los Juegos Olímpicos de Roma 60, disfrutaba desde hacía tres años del récord del mundo. Su marca, 8,35 metros, había sido igualada por el soviético Igor Ter Ovanesian, el más elegante entre los saltadores de su tiempo. Boston charlaba con el galés Lynn Davies, campeón olímpico en Tokio 64. De campeón a campeón, Davies le confesó su pálpito a Ralph Boston: “Si alcanza bien la tabla, Beamon va a reventar el récord del mundo”.
Cerca de 40.000 personas se habían congregado en el estadio Olímpico de México. La gente acudía fascinada por la multiplicación de proezas. Dos días antes, Tommie Smith había triturado el récord mundial de 200 metros. Las marcas se derrumbaban con estrépito. Una sensación irreal, o de realidad mágica, presidía la mayoría de las pruebas de saltos y velocidad. Comenzó a extenderse la idea de las favorables condiciones de México para ciertas especialidades. Situada a 2.600 metros sobre el nivel del mar, la ciudad permitía a los sprinters y saltadores beneficiarse de una menor densidad del aire, el 23% más ligero que en una ciudad costera. Para Bob Beamon, un neoyorquino del Queens, el único aspecto meteorológico que le preocupaba era la inminente tormenta. Negros nubarrones acechaban el estadio. Tenía que sacar ventaja antes del aguacero.
La obsesión de Beamon era estrictamente técnica. Con sólo 21 años, había dedicado al atletismo menos pasión que al baloncesto. Poseía un don natural para saltar, desde luego. Pocas semanas antes de los Juegos había logrado una marca de 8,33 metros, a dos centímetros del récord mundial. Desde el año anterior, defendía el récord mundial en pista cubierta, con 8,25 metros. Era el saltador con más condiciones, pero no estaba nada claro que fuera el mejor. Su porcentaje de saltos nulos resultaba desalentador. Beamon se había convertido en un tiro al aire. Si pillaba bien la tabla, era invencible. Por desgracia, casi nunca lo lograba. Un día antes de la final, Beamon sufrió lo indecible para entrar en la final. Dos nulos sucesivos, le obligaron a un salto de seguridad en su último intento clasificatorio. Ni tan siquiera pisó la madera, pero alcanzó su objetivo.
Pocos años antes, en el instituto del barrio de Jamaica, distrito de Queens, Beamon se había convertido en una leyenda local. Anotaba una media de 20 puntos en el equipo de baloncesto y su calidad natural como saltador destacaba sobre los demás juveniles. Era alto (1,91 metros), flaco y rápido. Se apasionaba más por el baloncesto que por el atletismo, pero estaba infinitamente más dotado para saltar que para jugar. Fueron sus progresos en la longitud la llave de su ingreso en la Universidad de North Carolina A&T y luego en la de Texas-El Paso, un centro que acababa de saltar a la fama por un episodio relevante. En 1966, cuando la universidad se denominaba Texas Western, su equipo de baloncesto ganó la final del campeonato de Estados Unidos. La singularidad residía en el quinteto: por primera vez en la historia, todos los titulares era negros.
Su poca atención a la técnica de salto le preocupaba más que nunca aquella tarde del 18 de octubre. No podía permitirse un nulo. No podía esperar a que descargara la lluvia. Necesitaba un salto para colocarse al frente de la clasificación. En la pista, los atletas de 400 metros esperaban el disparo de salida. Lee Evans, Larry James y Ron Freeman estaba a punto de colocarse en los tacos. Miraron hacia la zona donde se disputaba la final de longitud. Beamon comenzó su carrera. El viento se agitó a favor del atleta. La tormenta estaba a punto de estallar. En todos los sentidos. Beamon se lanzó en una carrera rapidísima, hasta alcanzar el punto final de la batida. Pisó toda la tabla, pero la puntera de su zapatilla no dejó ninguna huella en la plastilina. El nulo estaba salvado. Acababa de comenzar el vuelo más célebre de la historia. Beamon se elevó hasta una cota sorprendente, con las dos piernas abiertas y encogidas, un enorme y desconocido pájaro sobre un foso de arena. En lo que pareció un vuelo más prolongado de lo normal, Beamon no perdió en ningún momento la coordinación. Cayó con los dos pies paralelos en la arena, desde donde salió rebotado hacia delante. “Eso ha sido muy largo”, comentó Freeman a sus compañeros de la final de 400 metros. Ralph Boston y Lynn Davies brincaron desde el banco. Beamon se dirigió rápidamente a un costado del foso.
Por primera vez en los Juegos Olímpicos, la medición se efectuaba a través de una célula óptica, colocada en un raíl. Un juez comenzó a mover la célula por el carril. Cuando llegó a los 8,50 metros, el aparato óptico cayó al suelo. El raíl no daba para más. “Es un salto increíble”, le aseguró un juez a Beamon. Se pidió una cinta métrica. En el estadio comenzó a cundir la impresión de que había sucedido algo sobrenatural. La salida de los 400 metros se aplazó hasta que se calmaran los ánimos. La primera condición estaba resuelta: el viento había soplado favorablemente a Beamon con una velocidad de 2m/s, el máximo legal permitido. Ahora les tocaba a los jueces dar noticia de la marca. Fue un procedimiento moroso. Una y otra vez se revisó la medición hasta acreditar la seguridad de lo impensable. Por fin, aparecieron los números en el marcador situado junto al foso: 8,90 metros. Beamon acababa de superar el récord mundial por 55 centímetros, un avance colosal que trastornó a todo el mundo.
Beamon comenzó a correr y saltar, víctima del shock. Cayó de rodillas en la pista, en la sexta calle, apenas sostenido por Ralph Boston, que le comunicó la magnitud verdadera de la marca. Beamon no conocía el sistema métrico decimal. Boston, frecuentador de las reuniones de atletismo en Europa, le convirtió la marca al sistema anglosajón: “No son 29 pies, Bob. Son 29’2 ½”. Abrumado por la impresión, Beamon comenzó a tiritar y sollozar. Sus rivales comprendieron el significado del salto. “Comparado con eso, todos nosotros somos unos niños”, comentó Igor Ter Ovanesian. “No hay manera de saltar en estas condiciones. Nos ha vencido un hombre que ha saltado a otro mundo”. La marca aniquiló la final. El segundo clasificado, el alemán oriental Beer, saltó 8,19 metros. Ni la altitud, ni el buen viento, ayudaron a los saltadores. Habían caído ante la madre de todas las marcas, el récord destinado a durar eternamente. Duró 23 años. En agosto de 1991, Mike Powell se anticipó a la tormenta que estaba a punto de desatarse en Tokio para batir por cinco centímetros la marca de Beamon, el récord de todos los récords.
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