Ignacio de Polanco y Antonio Orlando Rodríguez
El mundo editorial es un mundo muy especial, casi secreto, mágico a veces, sin duda emocionante; agarra en un puño la historia creativa de los autores, los lanza al mercado, y suscita en el lector una discusión que afecta a su propia vida. Ninguna persona es igual después de leer un buen libro, y en esa magia no participa sólo el autor, sino que participan el editor, el librero, el distribuidor, el crítico, el que recomienda los libros en las esquinas de las plazas; un libro es el acontecimiento más universal, una criatura perfecta, poblada de personajes y de tantas emociones como sensibilidades tiene quien recibe el impacto.
A veces esa magia que está detrás de los libros, y de los autores, se manifiesta en un segundo, o en tres minutos y medio, y agarra el corazón, como las emociones y como los libros. Pasó este mediodía, cuando el presidente de PRISA, Ignacio Polanco, abrió el acto de entrega del Premio Alfaguara de Novela al cubano Antonio Orlando Rodríguez y pidió atención para las imágenes que vimos en seguida. Eran las de Jesús Polanco y de su hija Isabel, en momentos distintos de sus vidas, que acabaron sucesivamente en julio de 2007 y en marzo de este año. Los dos animaron ese premio desde una ingenuidad infinita; muchas veces lo dijeron, y alguno de ellos lo dijo desde el principio: el primer premio Alfaguara de Novela se dio, caso insólito, a dos escritores que no eran de la Casa (¡y esto ya era insólito también!), y uno era cubano, Eliseo Alberto, cuyos libros no circulan en su propia isla, y otro era nicaragüense, Sergio Ramírez, en cuyo país no se venden más allá de dos mil ejemplares de un título importante...
Así que no sólo se dirigía el premio, en su primera aparición, a pocos lectores, aspirando a 400 millones de lectores, sino que se duplicaba, con el riesgo comercial y de todo tipo que ese gesto conllevaba. Así empezó Alfaguara la andadura de su premio, animado en aquella ocasión por un jurado que presidió Carlos Fuentes, entusiasta defensor de la duplicidad que Jesús e Isabel consolidaron para complacencia de un jurado que provenía de todas partes y no mayoritariamente de la editorial propiamente dicha.
Nunca más se duplicó el premio, pero una vez lo ganaron al unísono dos autoras argentinas, una piedra más en esa ingenuidad a la que padre e hija aludían siempre que se referían a los avatares del galardón. Pero ellos insistieron, los dos, en esa característica del Alfaguara, y convirtieron el acontecimiento anual de presidir su fallo y su entrega, en un acto de entusiasmo íntimo, emocionante, como el que hoy relataron esas imágenes.
Los dos, padre e hija, sintetizaron esa magia que está detrás de la ilusión de publicar y de juntarse con los escritores, para animarles, para entenderles y para aplicar, con ellos, una máxima que marcó su tiempo de vida, truncado para desgracia de los que hemos vivido junto a ellos la magia de vivir y de publicar.
Allí, en esas fotos que se fueron sucediendo mientras la sala de Santillana guardaba silencio, se sintetizaba una historia que ellos edificaron desde aquella ingenuidad, con el objetivo acaso utópico de dotar a la literatura en español de un instrumento de relación global que contara con la complicidad de distribuidores, libreros, autores, comunicadores, lectores de todos los rincones donde se habla, se lee y se escribe en español.
Esas imágenes fueron emocionantes para muchos de nosotros, porque hemos visto crecer esa sensación de equipo en los que han trabajado con Jesús, con Isabel y su gente; lo que desprendían sus retratos, con sus equipos, con los autores, con la gente con la que fueron haciendo sus vidas, era mucho más que un homenaje, era la explicación de una historia que justifica el aplauso y la emoción recogida con la que al final se despidió la fotografía y volvimos a la realidad de la vida, que en este caso es también la realidad de la pérdida.
A veces esa magia que está detrás de los libros, y de los autores, se manifiesta en un segundo, o en tres minutos y medio, y agarra el corazón, como las emociones y como los libros. Pasó este mediodía, cuando el presidente de PRISA, Ignacio Polanco, abrió el acto de entrega del Premio Alfaguara de Novela al cubano Antonio Orlando Rodríguez y pidió atención para las imágenes que vimos en seguida. Eran las de Jesús Polanco y de su hija Isabel, en momentos distintos de sus vidas, que acabaron sucesivamente en julio de 2007 y en marzo de este año. Los dos animaron ese premio desde una ingenuidad infinita; muchas veces lo dijeron, y alguno de ellos lo dijo desde el principio: el primer premio Alfaguara de Novela se dio, caso insólito, a dos escritores que no eran de la Casa (¡y esto ya era insólito también!), y uno era cubano, Eliseo Alberto, cuyos libros no circulan en su propia isla, y otro era nicaragüense, Sergio Ramírez, en cuyo país no se venden más allá de dos mil ejemplares de un título importante...
Así que no sólo se dirigía el premio, en su primera aparición, a pocos lectores, aspirando a 400 millones de lectores, sino que se duplicaba, con el riesgo comercial y de todo tipo que ese gesto conllevaba. Así empezó Alfaguara la andadura de su premio, animado en aquella ocasión por un jurado que presidió Carlos Fuentes, entusiasta defensor de la duplicidad que Jesús e Isabel consolidaron para complacencia de un jurado que provenía de todas partes y no mayoritariamente de la editorial propiamente dicha.
Nunca más se duplicó el premio, pero una vez lo ganaron al unísono dos autoras argentinas, una piedra más en esa ingenuidad a la que padre e hija aludían siempre que se referían a los avatares del galardón. Pero ellos insistieron, los dos, en esa característica del Alfaguara, y convirtieron el acontecimiento anual de presidir su fallo y su entrega, en un acto de entusiasmo íntimo, emocionante, como el que hoy relataron esas imágenes.
Los dos, padre e hija, sintetizaron esa magia que está detrás de la ilusión de publicar y de juntarse con los escritores, para animarles, para entenderles y para aplicar, con ellos, una máxima que marcó su tiempo de vida, truncado para desgracia de los que hemos vivido junto a ellos la magia de vivir y de publicar.
Allí, en esas fotos que se fueron sucediendo mientras la sala de Santillana guardaba silencio, se sintetizaba una historia que ellos edificaron desde aquella ingenuidad, con el objetivo acaso utópico de dotar a la literatura en español de un instrumento de relación global que contara con la complicidad de distribuidores, libreros, autores, comunicadores, lectores de todos los rincones donde se habla, se lee y se escribe en español.
Esas imágenes fueron emocionantes para muchos de nosotros, porque hemos visto crecer esa sensación de equipo en los que han trabajado con Jesús, con Isabel y su gente; lo que desprendían sus retratos, con sus equipos, con los autores, con la gente con la que fueron haciendo sus vidas, era mucho más que un homenaje, era la explicación de una historia que justifica el aplauso y la emoción recogida con la que al final se despidió la fotografía y volvimos a la realidad de la vida, que en este caso es también la realidad de la pérdida.
Juan Cruz fue director de Alfaguara desde 1992 a 1998. Actualmente es Consejero del Grupo Santillana
(publicado en el pais.com)
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