…Tres trescientos a tope con quince minutos de recuperación.
No dijimos nada, pero en este momento se terminó la conversación que habíamos llevado durante el calentamiento. Comenzó la concentración. Silenciosos y pensativos empezamos a estirar los músculos, cada uno por su lado.
Aquella tarde en la pista del INEF había muy pocos atletas entrenando, existía mucho orden en la utilización de las calles.
Hoy voy trenzando mis recuerdos deportivos de aquellos años con el espíritu de la ciudad; los espacios melancólicos de sus calles, de esa urbe desconocida que aún no sabía que amaba; paisajes que han quedado muy grabados en mi memoria y que vuelven con fuerza, con una apariencia ignorada por mi.
La añoranza por todo aquello que ya no volvería me partía el corazón. No quería nada más que correr frenéticamente hasta no poder más, enfrentándome a la soledad y a la reflexión del atleta que trabaja muy duro…
…Progresivos sin clavos y más progresivos, ahora con clavos…
Yo tenía bastantes dudas sobre mi estado de forma de aquel día, tanto más cuanto que era la primera vez, en el año, que iba a utilizar clavos.
Estaba deseando realizar aquel entrenamiento en pista, que me serviría de referencia para afrontar las próximas competiciones que tenía programadas; aquel test me ilusionaba y me resultaba muy atractivo, a pesar del canguelo que había sentido al pensar en él.
La primera salida la hice con Adolfo Gutiérrez, con Ángel Santana y con Pedro Molero. Corrí a tope, procurando mantener el ritmo en todo momento, como si se tratara de una competición.
“El boina” cantó los tiempos, el mío treinta y ocho segundos y nueve décimas. Madre mía que paliza. Con las zapatillas de clavos en las manos anduve descalzo por la hierba durante unos minutos. Me senté sobre la hierba. Enseguida me levanté. Un poco de soltura y otra vez me volví a calzar. 39.7 el segundo y 43.1 el tercero. Entré casi andando y con una pájara de espanto.
No veía nada y tenía la comida en la boca. Apunto estuve de echar lo poco que me quedaba del almuerzo.
Recuerdo que uno de mis compañeros era vegetariano estricto. Constantemente intentaba convencernos de que cambiáramos nuestros hábitos y no dejaba de darnos consejos sobre su filosofía de vida.
Se preocupaba mucho por la moral, estaba en sintonía con la naturaleza, amaba y anhelaba la vida pura y sencilla; era perspicaz y astuto, pero también bastante jactancioso.
Nosotros pensábamos que con nuestro comportamiento algo estábamos cambiando en nuestra sociedad.
No sabíamos la influencia que tenía en la juventud lo que hacíamos, pero éramos conscientes de que con nuestra manera silenciosa, eficaz y completamente distinta de hacer las cosas, conseguiríamos hacer brillar la luz donde no hacía mucho tiempo solamente existía oscuridad.
Habíamos superado las inhibiciones. Pensábamos que el futuro nos resultaría mucho más fácil, el camino más cómodo y el sendero menos sinuoso.
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