¿Sabéis que entrenamiento tenemos que hacer? –pregunté a mis compañeros.
-No –me respondieron ellos, otros días nos llama Jesús, para que nos vayamos haciendo a la idea, pero esta tarde parece que nos quiere sorprender.
Ayer hicimos una hora de carrera continua, así es que hoy seguramente paliza. Nos dijo que no se nos olvidaran los clavos.
Aquel verano de 1967 la mayoría de los días entrenábamos en el INEF. Sobre todo cuando queríamos hacer calidad. También íbamos a la Casa de Campo a hacer carrera continua, fartlek, cuestas…
Nos cambiábamos en el vestuario. Bajábamos por el Puente de los Franceses y en pocos minutos nos adentrábamos en el bosque, ya sudando y calientes para iniciar la parte principal de la sesión.
Recordaba el día anterior y me veía subir lentamente las abruptas cuestas, con la cabeza agachada y la zancada muy corta, entre las encinas que jalonaban gran parte del circuito.
En las bajadas me dejaba caer. Debido a mi mayor velocidad, marcando un tranco más largo, conseguía conectar con el grupo que se había despegado en la subida.
El paisaje que se mostraba a mi vista era precioso, aunque la mayoría de las veces solamente podíamos disfrutar de su contemplación al principio de los entrenamientos. Después, bastante trabajo teníamos con seguir al que nos precedía y no quedarnos descolgados.
El silencio del bosque solamente era roto por nuestros jadeos y nuestras pisadas. Con frecuencia sorprendíamos a conejos y a liebres, que se asustaban al percatarse de nuestra presencia. Nos habíamos introducido en su hábitat natural y enseguida desaparecían de nuestra presencia, saltando o corriendo a gran velocidad.
A veces el ritmo de carrera se ralentizaba, debido a tantos obstáculos con los que nos encontrábamos en nuestro recorrido.
A medida que el tiempo iba pasando la fatiga aumentaba y el cansancio se apoderaba de nosotros, pero teníamos que continuar como pudiéramos. Más lento, daba igual, pero nunca pararnos a no ser que hubiese una causa de fuerza mayor…que se te soltaran los cordones de las zapatillas, o que la vejiga la tuviéramos muy llena…
Con frecuencia me preguntaba si merecía la pena hacer tanto esfuerzo, cansarme tanto, machacarme de aquella manera. La respuesta emergía desde mi interior, en cuanto me recuperaba del esfuerzo que había hecho.
Sí, me merece la pena continuar haciendo lo que hago. Me siento mucho mejor cuando corro.
¡Que bellos son los momentos en los que el contacto con la naturaleza me hace experimentar una sensación de libertad desconocida!
¿Qué hacemos, empezamos a calentar o esperamos?
-No puede tardar mucho. El “boina” suele ser puntual. Al fin y al cabo el calentamiento siempre suele ser igual.
Le vimos llegar, sonriendo, sin decir nada, ni buenas tardes. Sin dejar de andar nos espetó: tres trescientos…